El tobogán japonés
George Bush ha evitado durante su estancia en Japón recetar al primer ministro, Junichiro Koizumi, los remedios para salir de una crisis económica alarmante. El líder estadounidense se ha limitado a pedirle en privado que acelere las reformas para sacar a Japón de su recesión profunda -que compromete la recuperación de EE UU-, mientras en público mostraba su apoyo sin fisuras por la labor del colorista jefe del Gobierno japonés. Los asesores de la Casa Blanca son menos caritativos. Creen que son necesarias medidas drásticas para sanear un sistema bancario con más de 320.000 millones de dólares incobrables y detener la debilidad del yen. La misma supervivencia de Koizumi está en entredicho.
Nada es nuevo en el lento declive del país que sigue ocupando el segundo puesto de las economías mundiales. Si acaso, que se van perdiendo las esperanzas de que un golpe de timón sea capaz de evitar el deslizamiento japonés hacia la irrelevancia económica, con su inevitable correlato político, o, peor aún, hacia una crisis financiera abierta que dinamite los fundamentos de lo que hace una década se consideraba un modelo. Parecía que ese cambio de rumbo podía venir de la mano de Koizumi, el aparente rebelde del petrificado partido gobernante, que consiguió el pasado abril una victoria resonante aderezada con una cuota de aceptación desconocida. Pero el milagro Koizumi se desvanece a ojos vistas, a la vez que su popularidad, y Japón se enfanga en una recesión que dura más de dos años.
El tiempo está poniendo crudamente de relieve que el primer ministro, pese a su brillante salida, no manda mucho más que sus antecesores, prisioneros a su vez de la aherrojada maquinaria del Partido Liberal Democrático y sus intereses electorales. Es cierto que casi cada mes se habla de alguna nueva iniciativa gubernamental para enderezar una economía en la que los precios siguen cayendo, desciende el PIB, aumenta el déficit público y el desempleo alcanza, con casi el 6%, cotas históricas. Pero falta la voluntad política para poner los remedios, porque los cambios que Japón necesita imperiosamente -y cuya ausencia lleva a las agencias crediticias a colocar su solvencia a la altura de países subdesarrollados- amenazan a un partido cristalizado y al conglomerado de intereses que le sustentan y financian.
El estilo iconoclasta de Koizumi convenció a las bases de su partido de que iba a ser capaz de vencer las titánicas resistencias antirreformistas. Cerca de un año después, Japón adolece de los mismos males que le han convertido en enfermo crónico. Y Koizumi comienza a parecer un nuevo paréntesis en un magma político-económico aparentemente inmune al cambio.
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