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Columna
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Plaza

Esta tarde de sábado paseo por la Plaza del Salvador de Sevilla y me dejo arrastrar por una reflexión de poesía barroca, de ésas que tan bien se avienen con los santos y la decoración recargada de estos muros. Pienso que la vida del hombre es frágil como el adobe, y que sus obras le sobreviven y logran conquistar para él ese premio de consolación, ese sucedáneo menor de la eternidad que son tres o cuatro siglos de prórroga. Hoy me detengo frente a los bares de la plaza, junto al soportal y las columnas, y bebo cerveza y charlo con dos amigos mientras observo cómo van variando los rostros de las personas que se aproximan a los veladores, de los que ocupan los puestos abandonados por otros en la escalinata de la iglesia, cómo se borran el cuerpo y el alma de los paseantes que se alejan hacia las esquinas sin dejar una sombra de su paso sobre el pavimento y las aceras. La basílica, por el contrario, la capilla coqueta y recatada que se adormece frente a ella entre los naranjos, se hallan aparte, ocupan una vitrina que las protege del torrente que trae y lleva al resto de los seres. Los árboles se marchitarán y volverán a brotar, el vaso que sostengo se hará añicos y resucitará en forma de gafas o centro de mesa, emigrarán las antenas que se apiñan sobre los techos de los edificios colindantes: pero el teatro de esta plaza seguirá abierto, las escaleras seguirán conduciendo a ese proscenio que parece la entrada del templo, sobre su tarima seguirán celebrándose sainetes y tragedias sin orden, sin respetar libretos previos, como en la actuación improvisada de una compañía dramática de última hornada, una actuación que no cesa jamás.

Una vez, en un museo arqueológico, conseguí zafarme de la vigilancia de los celadores y me atreví a palpar con mis dedos la cabeza de mármol desmigado que protegía un cordón. El choque fue casi físico: por un momento, mediante el fugaz intermedio del tacto, conseguí compartir el destino de un objeto al que el tiempo no había conseguido aplastar, que había resistido incólume la sucesión de glorias y humillaciones que le habían tenido por protagonista. Igual que aquel dios de piedra había atravesado sin sufrir la veneración de los altares y los sahumerios y el ataque de unos iconoclastas que detestaban la belleza pagana, así esta plaza en la que bebo cerveza se sabe superviviente de purgas, autos de fe, apoteosis y olvidos. Ha servido de escenario a matrimonios regios y procesiones de santos, hoy está tomada por jóvenes de pelo largo que fuman hachís y consumen whisky sin preocuparse de los planes que el Ayuntamiento pergeña para ellos. Desde lo alto de la fachada de El Salvador, todos los problemas de la movida y el alarmismo de los sociólogos parecen vagos, como el fondo de mi vaso: vecinos ultrajados, asociaciones de padres en desbandada, discursos promisorios del delegado de turno, muchachos ebrios que apuran sus botellas entre risas se desvanecen lentamente. Igual que ha visto llegar a los adolescentes la plaza verá a quienes vienen a expulsarlos, y aguardará a quienes tienen que desterrarlos a su vez. Por qué enfadarse ante la resolución maniquea de los problemas, para qué preocuparse de la política de los gobiernos: todos caerán, como los cadáveres de las palomas que esta tarde se acurrucan en las hornacinas de la iglesia.

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