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Enron: un caso de libro

Adela Cortina

El caso Enron se ha convertido, sin duda, en una de las noticias más espectaculares de los últimos tiempos. Por supuesto, en Estados Unidos, donde ha robado el protagonismo mediático a las Torres Gemelas, al Pentágono y hasta al mismísimo Bin Laden. Pero también en el nivel mundial, porque éste es uno de los efectos de la globalización, que no es sólo que se resfría París y Europa estornuda, como antaño, sino que se resfrían las finanzas en algún lugar de la Tierra y estornuda el mundo entero. Y así vamos, que nunca podemos dejarnos el pañuelo en casa.

Ciertamente, el caso Enron, con el deterioro paulatino del valor de las acciones, la ocultación y destrucción de información, la ruina de empleados gracias al fraude de la compañía, la discusión sobre el papel de las auditorías, las alusiones a la implicación del poder político en el más alto nivel, las reclamaciones a la justicia, se está convirtiendo en uno de esos casos tristemente célebres, en un desafortunado candidato para seminarios sin cuento, en un caso de libro, en el sentido literal de la palabra, porque seguro que un buen número de textos sobre empresa y organizaciones, todavía en prensa, ya lo han incorporado en su parte práctica. Y es que se trata de uno de esos asuntos que, como diría entre otros Georges Enderle, afecta a los tres niveles con los que se las ha una empresa: el micronivel, es decir, el nivel de las decisiones concretas de los empresarios; el mesonivel de la empresa en su conjunto, y el macronivel de las instituciones económicas, judiciales y políticas.

El coste en este caso, como en el asunto Watergate, como en tantos otros que nos vienen a la memoria en nuestro propio país, se mide al menos en dos registros: en el de un tremendo coste en dinero contante y sonante, y en el de un gran coste social en pérdida de confianza en las instituciones. Pérdidas ambas dolorosas, pérdidas ambas difíciles de subsanar.

Ante acontecimientos como éstos, los partidarios de la moralina ñoña y edulcorada se frotan las manos como buitres carroñeros, dispuestos a lanzar anatemas contra la podredumbre humana y a recordar con nostalgia presuntas épocas doradas en que empresarios y políticos actuaban con transparencia, políticos y empresarios eran íntegros. Se aprestan a condenar esta repugnante civilización que tales situaciones produce, como si todo esto fuera nuevo en la historia, sin caer en la cuenta, o sin querer hacerlo, de que las épocas doradas nunca existieron en un pasado próximo o remoto, que la añoranza de unos valores como los mencionados es añoranza de futuro, no de pasado.

Nunca existió la edad dorada de la transparencia y la integridad, pero es necesario mantener el sueño y lanzarlo al futuro, no al pasado. Es necesario ir construyéndola por razones morales, sin duda, pero también por razones económicas, porque estos valores, junto con la eficacia, componen el núcleo de una economía sana, en el más literal de los sentidos de la palabra.

Con tantos siglos como llevamos a las espaldas ya va siendo hora de que queden desautorizados los carroñeros, pero no sólo ellos, sino también los otros, los que se empeñan en defender que la corrupción, el compadreo en el mundo empresarial, la complicidad con el poder político en la manipulación de la cosa pública resultan indispensables para su funcionamiento. Como si los sobornos y los cohechos suavizaran, como el aceite, los engranajes de las maquinarias privadas y públicas, haciéndolas funcionar. Como si la transparencia y la integridad dificultaran de tal modo el suave roce de unas ruedas con otras que el mecanismo llegaría a pararse.

Sin embargo, sucede justamente lo contrario. Sucede que la corrupción tiene un alto coste económico, que en el caso de empresas potentes afecta no sólo a sus accionistas y empleados, sino al conjunto de la economía nacional y aun más allá; un coste político que se traduce entre la ciudadanía en desencanto y en desinterés, en retiro prudente a la aurea mediocritas de la vida privada; y un elevado coste social en desconfianza, en pérdida de ese forma de capital, el capital social, tan difícil de acumular, tan fácil de dilapidar, tan costoso de reponer.

No es extraño que ante tal pérdida de capital económico y social, organizaciones como Transparencia Internacional empeñen su esfuerzo ante todo en erradicar la corrupción político-económica, ni que los medios de comunicación conviertan en noticia algo que también les afecta a ellos, igual que al resto de los agentes sociales: que lograr ese activo que es la transparencia y la integridad es una de las tareas más urgentes del siglo XXI. Aunque sólo sea para hacer que la democracia funcione con cierta honestidad, que la economía cubra los mínimos de decencia y justicia.

Curiosamente, en Europa el término 'integridad' resulta un tanto sospechoso. Tal vez porque recuerda expresiones tan repelentes como 'integrismo', que es una forma de ceguera y sordera ante todo lo que no sea el mundo cerrado de las propias convicciones. Sin embargo, la integridad no es nada de eso, sino, por el contrario, un bien público en la vida económica, política y social. Si quisiéramos definirla a la altura de nuestro tiempo, podríamos decir que consiste en el acuerdo entre lo que una persona, organización o institución hace y los valores que dice defender, siempre que esos valores sean universalmente defendibles, es decir, fecundos para el florecimiento de la vida humana personal y compartida.

Y, en este sentido, no parece que andemos faltos de valores elevados en nuestro mundo, donde, si hay algo globalizado, además de la economía y las tecnologías de la información, es el discurso de los derechos humanos, el discurso de la libertad, la igualdad, la solidaridad y el respeto, plasmados en los códigos éticos de las empresas y en las constituciones democráticas. Dos lugares donde claramente expresa Occidente lo que dice defender -códigos y constituciones- en lo económico y en lo político.

Sin embargo, no parece que nuestra cultura esté dando muestras de una especial integridad, de una especial coherencia entre los valores que dice defender y los que de hecho defiende. A los Watergates, Gescarteras, Enron, habría que añadir, si no poner por delante, guerras con fuerzas tan desiguales como la de Afganistán y con motivos tan dudosos que jamás podrían atenerse a los criterios de una guerra justa, el tratamiento del conflicto palestino-israelí, la situación de los presos de Guantánamo, y suma y sigue.

¿Qué relación guardan estos hechos, y tantos más, con el patriotismo constitucional que Habermas tomó prestado y presentó en sociedad, ese patriotismo

de adhesión a los valores del liberalismo político recogidos en las constituciones democráticas?

¿Dónde queda en todos estos sucesos la integridad que se merecen valores tan deseables como la universalización de la libertad, la consumación de la igualdad, la encarnación de la solidaridad?

La integridad y la transparencia son bienes públicos, forman parte de aquel conjunto de bienes del que disfrutan no sólo aquellos que los crean con su esfuerzo, sino cuantos son afectados por su existencia, con un coste cero. Como ocurre con un faro del que se benefician no sólo los que lo construyeron y los que pagaron los gastos originales y los de su mantenimiento, sino cuantos se acercan a la costa, aun sin haber empleado en el faro esfuerzo ni dinero.

La transparencia y la integridad son bienes públicos, tanto en las organizaciones públicas como en las privadas, porque crean un espacio de confianza en lo que dicen políticos, empresas, organizaciones solidarias y otros agentes sociales; justamente son ellas, y no la corrupción, las que componen en la vida política y en la empresarial ese aceite de la confianza en las instituciones y en las personas, que engrasa los mecanismos sociales haciéndolos funcionar.

Bueno sería que en el cambio de milenio Occidente optara por la integridad con respecto a valores de su cultura tan valiosos como los que dice defender.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación ÉTNOR.

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