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CRÓNICAS
Columna
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Mermelada de dudas

Juan Cruz

Cada vez que se escucha la palabra 'triunfo' aparece en la memoria la imagen de Juan Carlos Onetti, cronista de perdedores o de acosados. Creó un universo para ponerlos, Santa María, y vivió con ellos una vida descreída, asustado del mundo y también de sus fábulas; alguna vez lo hemos descrito, echado sobre su cama blanca de hospital, en la habitación que daba a la calle en la avenida de América, en Madrid, pero vuelto hacia la pared, huyendo del brillo de la ventana y de las plantas que había dispuesto en aquel balcón del noveno piso su mujer, la violinista Dolly Onetti, que ahora vive asustada y triste por lo que está sucediendo en Buenos Aires, su ciudad de niña.

Estuvo siempre Onetti atento a la suerte de los perseguidos, los conocidos y los desconocidos; huyó de las anécdotas y del triunfo; se burló de esos impostores de los que habló Kipling en sus versos más famosos y peor leídos, e hizo de su historia personal, pero sobre todo de su literatura, un ataque a las simplezas que suelen rodear a los creadores del arte. Intervino en la vida pública española cada vez que le dio la gana, y en dos ocasiones al menos salió en defensa de dos jóvenes creadores de su estirpe, Julio Llamazares y Antonio Muñoz Molina, cuando el premio Nobel Cela los distinguió a ambos con el trueno -amplificado por los que entonces empezaron a amplificarlo todo, para su propio beneficio- de sus ataques tan coreados. Su última novela fue desde el título una declaración sobre lo que queda después del sueño, que suele ser el fracaso, la despedida o la muerte: Cuando ya no importe. La escribió, como escribía todo, a mano con su letra de murciélago o de mosca rebelde, sobre agendas utilizadas por otros, con la desgana pero con la habilidad que hizo legendario su desdén por las purezas narrativas. Mezclaba su memoria con la realidad, la deformaba para hacerla suya, y la hizo habitar en Santa María como si no existiera más mundo que el que habitaba su mente de novelista. Se burló de sí mismo, se burlaba de todo, y también se burló del espejo de la fama; no salió de su cama, estaba huyendo.

Así es que ésa es la imagen que viene a la mente cuando suena en los oídos la palabra 'triunfo', en un mundo donde la vida empieza a ser más una carrera que un oficio. Triunfar, triunfar, campeones, dueños del récord de vivir por encima de los otros; hace años, un ministro conservador inglés quiso dividir su sociedad, la británica, en un establecimiento de casas y de clases, en las que sobresalieran los triunfantes sobre los vencidos, sólo por el origen o por las oportunidades que fueran capaces de arañar; no logró su propósito entonces, pero el mundo ha ido aupando su idea, y hoy quien no triunfa es porque no ha resistido, es decir, quien no ha sabido resistir, con los materiales buenos o deleznables que lo que nos rodea nos presta para ganar. Quien no triunfa no es nadie.

Luis Gordillo, que este año le hizo a EL PAÍS su cuadro de Arco, le decía a Soledad Alameda en El País Semanal cuál era su nivel de dudas en este momento, después de una existencia asimismo llena de dudas. Ahora sus dudas aumentan vertiginosamente. 'Últimamente tengo un amontonamiento de dudas tremendo. Hasta creo que mi auténtica riqueza son las dudas... Si se puede llamar a eso riqueza, porque es muy mareante. Dudo de casi todo. Después de la caída del muro, el mundo se ha llenado de mermelada de dudas, gelatinoso y resbaladizo'.

En esa mermelada de dudas, la palabra triunfo cae como una piedra de doble filo que de pronto sirve para los que lo logran, pero también para los que lo paladean sin pertenecerles. Todos en la cucaña del triunfo. Alcanzar la duda ya es un triunfo; dejen un lugar para la derrota, que está poblada de tanta nobleza.

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