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Columna
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'Sociedad Triunfo'

Operación Triunfo ha ganado a la audiencia más amplia de la historia pero ha significado también una ganancia social. Lo uno potencia a lo otro. Concluido el programa, espectadores y participantes han visto crecido su valor. No ya como sujetos de la tele sino como sujetos a secas. El éxito del programa es el de una complicidad entre uno y otro lado de la pantalla que aumenta las plusvalías del amor por el otro, el amor por sí mismo, y no se sabe cuántas bondades más.

A diferencia de Gran Hermano los huéspedes de la Academia no han encarnado a jóvenes improductivos, entregados al torcido escrutinio del espectador. Los jóvenes de la Academia eran todo menos material pornográfico, no importa si se traslucían detalles de su intimidad. Aparecían precisamente por eso (por sus llantos, sus fallos, sus posturas de barrio) como seres puros. La consecuencia ha sido que si en la casa de los primeros se olfateaba la prostitución, en la Academia todo resultó angélico. A los sujetos de Gran Hermano, convertidos en famosos, se les trata en Crónicas Marcianas como artículos promiscuos mientras los de Operación Triunfo son material virgen. Los primeros se ensuciaban con su ociosidad, se deterioraban con sus trifulcas, se deslustraban con sus repantigamientos. Pero los de la Academia, una especie de encristalamiento moral, son un modelo de laboriosidad y disciplina. Los unos, en fin, gastan el tiempo en nada, mientras los otros se afanan y, además, cantando. Los de Gran Hermano eran sexo, genitalidad, mientras estos son voz, sueño romántico. ¿Cómo no amarlos como amigos, novios, paisanos, sobrinos, hijos?

Los participantes de Gran Hermano, Loft Story y programas así ponen sus personalidades al peso para el consumo grosero y sin propósito de nada superior. Explotan su exhibicionismo a la vez que la morbosidad. La ideología de Operación Triunfo es, sin embargo, bien distinta. El espectador coopera en abrir un porvenir a unos jóvenes ilusionados que se revelan poco a poco como artistas, aún pobres y en remedo de esos cantantes espiritualizados de los pasillos del metro que piden sin abrumar ofreciendo lo mejor que llevan dentro. Los de Gran Hermano evocan la parte oscura del deseo mientras éstos son el bien moral donde podrá dignificarse el televidente. Gracias a esa naturaleza, el voto telefónico ha constituido uno de los actos democráticos de mayor fervor colectivo desde la transición. La participación que más ha interesado a miles de ciudadanos que hicieron estallar la concurrencia mediante el efecto del tipping point, el punto crítico analizado por Malcom Gladwell, mediante el cual la moda del patinete, por ejemplo, llegó a ser omnímoda.

Con todo, ni los aspirantes a escritores o incluso deportistas en ciernes, habrían despertado el mismo interés que los candidatos a figuras de la música. Puede que la generación actual ignore la ortografía pero en discografía son doctores. Un joven actual no será el portador de una ideología concreta pero tiene claro que no se puede vivir sin la música. A la persecución de sentido ha seguido la búsqueda de un estilo que se forma, en buena parte, mediante el vestido y la música.

Elegir en Operación Triunfo ha sido una fuerte manera de identificarse, una experiencia de afirmación individual y de participación colectiva dentro del romanticismo del cante. Gracias a las votaciones, que continuarán, cualquiera puede producir un ídolo como nunca antes le había permitido el marketing. Todos pues, a través de Rosa, de David Bisbal, de David Bustamante y demás concursantes, han ganado en valor. Han ganado los participantes que en cualquier proporción adquirieron un importante plus para su carrera. Han ganado los realizadores, RTVE, los productores, profesores, electricistas y agencias de publicidad. Han ganado, y de ahí la formidable audiencia, los espectadores de toda condición, bañados por la emoción de los concursantes, bendecidos por su contribución al bien, prestigiados por la privilegiada ocasión de gozar unitariamente el amor, la melodía y el gusto.

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