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El Gobierno y sus demonios

Juan José Solozábal

Me gustaría intervenir en el debate, con un nuevo registro, hasta cierto punto. Hace ya algún tiempo, y desde luego tras las últimas elecciones, en que se acepta de mala gana la discrepancia o el simple matiz en cuestiones concernientes a la situación vasca. Con toda facilidad se pasa de lo asertivo a lo apodíctico, todo ello con un ingrediente fuertemente agónico. Sintiéndolo mucho, tengo, además de una idea más bien pobre sobre mis propias luces, una propensión a la visión procesal o, si se quiere mejor, perspectivista de las cosas: no aspiro, entonces, tampoco en torno a este espinoso problema, a brindar una solución, sino acaso a iluminar un aspecto o resaltar un detalle.

Solemos hablar, yo creo haberlo hecho de los primeros precisamente con esta expresión, de las dos almas del nacionalismo en diversas manifestaciones, y así nos referimos a su orientación independentista o autonomista, o contrastamos su idealismo y pragmatismo. Este dualismo suele advertirse en el plano ideológico; pero si se repara en la condición estructural de la contraposición, me parece que afectaría en el caso del nacionalismo tanto a su expresión, llamémosla así, orgánica como a la funcional. En efecto, una cosa es, como dicen en Castilla, predicar y otra dar trigo. Una cosa es el nacionalismo del partido y otra la práctica institucional del Gobierno nacionalista.

El partido se ocupa de las ideas y de los programas. Las ideas sirven de referencia para establecer objetivos y orientar a los militantes; determinando posiciones en el espectro político remiten a particulares convicciones y puntos de vista, más o menos fundados, más o menos coherentes. El partido baja algo al terreno de la realidad con el programa, que es un plan de actuación inspirado en la ideología y que se propone al electorado para ser aplicado, llevado a la práctica, como se dice quizás ingenuamente.

El Gobierno, en cambio, está situado en otro plano, ciertamente con la legitimidad de su ideología y la referencia del programa, pero orientándose a la acción, para lo que cuenta con importantes medios y recursos concretos, pero de los que no puede disponer sino en un determinado marco jurídico institucional, esto es, de acuerdo con exigencias procedimentales y límites competenciales.

De modo que los partidos hablan y proponen, los gobiernos hacen, toman decisiones que vinculan a todos, legislan. La actividad del partido es libre y se juzga con referencias ideológicas; la actuación del Gobierno, aun con trascendencia de esta clase, es por decirlo así, positiva y está sometida a unas exigencias ineludibles en un Estado constitucional de derecho, por lo que no puede tener lugar sino por determinados cauces y ateniéndose a las atribuciones que al Ejecutivo, en cuanto órgano del sistema, le correspondan.

Esta dualidad es fundamental en la actuación del nacionalismo vasco. Pero a veces se ignora, imputándose al Gobierno posiciones que en realidad corresponden al partido. Ello puede parecer inevitable, pero no debería hacerse, pues se trata, como acabamos de mostrar, de actuaciones sometidas a cánones de referencia diferentes. En realidad se hace así porque juzgamos la actuación del Gobierno con prejuicios, tendiendo a convertir lo que consideramos inconveniente -desde nuestra propia, legítima pero particular, posición política- en irregular, ilícito o inconstitucional.

He mantenido, por el contrario, frente a la posición que subyace a esta actitud, y precisamente como exponente del éxito del Estado autonómico español, la integración política de los nacionalismos, que obviamente no tiene que ver con la adecuación constitucional de sus formulaciones ideológicas, de manera que absurdamente se reclamase su, si se me permite la expresión que robo de otro contexto al padre González Ruiz, ortodoxia y a lo que seguramente algunos formuladores del llamado patriotismo constitucional se verían tentados, sino con la articulación institucional del nacionalismo, u ortopraxis en la jerga del admirado canónigo malagueño. Hasta el punto de que la contribución del nacionalismo ha sido muy importante para el desarrollo en serio del Estado autonómico, siendo en general irreprochable la corrección institucional de los gobiernos nacionalistas (si se prescinde de lo ocurrido en algunos momentos durante la época de Garaicoetxea).

Esta perspectiva, y especialmente mi valoración positiva de la actuación institucional de los gobiernos nacionalistas vascos, es lo que confiere gravedad a la conducta del Gabinete Ibarretxe en relación con la Ley del Concierto y su anunciada negativa al pago del cupo según lo previsto en los actuales Presupuestos del Estado, pues lo que denota este comportamiento censurado es que la presión del alma nacionalista ha vencido sobre las resistencias de la dimensión institucional en el Gobierno vasco. Advierto que, al menos yo, no utilizo referencias ideológicas para juzgar al Ejecutivo, ya que no contrasto su conducta con parámetros políticos, sino con exigencias efectivas que le impone el orden jurídico constitucional y estatutario, pues el Gobierno vasco es una institución o poder esencial en el sistema en el que está integrado, del que recibe atribuciones, pero también límites. No puede ignorarse que todo estado está constituido, esto es, es un orden en el que cada elemento actúa necesariamente dentro de su competencia y de acuerdo con un determinado procedimiento, y, además, que tal orden vincula a todos, comenzando por los propios poderes públicos, pues si éstos no respetan el derecho que les obliga no pueden después imponer el propio.

Puede perfectamente no alcanzarse un acuerdo dentro del plazo establecido sobre la Ley del Concierto (y para ayudar a la comprensión de ello no sobraría una explicación, sometida a debate, en el Parlamento nacional y el vasco, entre otras cosas para mostrar la responsabilidad que cupiese al Gobierno central), aunque ese acuerdo no parece buscarse muy en serio si se hace depender de la contemplación en términos categóricos de la presencia de las instituciones vascas en la Unión Europea (y no porque esta presencia no proceda, sino porque, con el alcance específico que corresponda, parece ha de regularse en otro instrumento jurídico ad hoc, que contemple la participación autonómica en las instancias comunitarias). Resulta algo más difícil de entender que se conteste la plena legitimidad de la prórroga provisional por ley de la anterior Ley del Concierto, pues sin duda la cobertura del sistema financiero vasco exclusivamente por las previsiones estatutarias es claramente insuficiente desde un punto de vista técnico. Pero lo que, a mi juicio, es francamente objetable la negativa a pagar el cupo, establecido en su cuota anual en la Ley de Presupuestos. Una institución del Estado como es el Gobierno vasco no puede ignorar que la ley que prorroga el Concierto, como la propia Ley del Concierto, con independencia de la condición pactada de su contenido, es una verdadera ley, esto es, una decisión normativa de las Cortes inmediatamente eficaz, que puede recurrirse si se entiende que es inconstitucional (por antiforalidad, por ejemplo), pero que obliga a todos, y en primer lugar a las autoridades, a partir de su entrada en vigor.

Sin duda, el comportamiento último del Gobierno vasco, cuya rectificación le honraría tanto, supone una desviación de la norma de su anterior línea de conducta y una derrota ideológica que dificulta gravemente su actuación como institución representativa de todos los vascos y no sólo de los de adscripción nacionalista.

Juan José Solozábal es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid.

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