La vigencia de la LOU: primeras impresiones
Los primeros días de vigencia de la LOU están demostrando que los pronósticos que se formularon desde las universidades, en particular desde sus órganos de gobierno y representación, fueron, desgraciadamente, acertados.
Es triste que una norma emanada del Parlamento español tenga que ser aplicada utilizando el preámbulo de 'por imperativo legal', bien indicativo del fracaso político del equipo ministerial en hacer percibir como positiva y adecuada una norma. No existe el clima adecuado de sintonía con la comunidad universitaria para, como se ha dicho reiteradamente, que la Universidad dé un nuevo salto adelante, en calidad, en mejora del servicio público de educación superior e investigación, en nuestra participación activa en la construcción del espacio europeo de educación superior y del espacio europeo de investigación.
Porque, hay que recordarlo, la situación actual de la Universidad española es mérito fundamental de su personal. No hay que despreciar, en absoluto, los recursos económicos puestos a disposición de las universidades (insuficientes, sin embargo, en el contexto europeo), pero que sin el entusiasmo y entrega del personal no podrían explicar, por ejemplo, el espectacular progreso en producción científica español, en gran medida fruto de la Universidad. Por supuesto que hay muchos aspectos mejorables, pero hay que recordar que la Universidad es la primera en efectuar una autocrítica, muchas veces radical. La propia Universidad es su principal motor de cambio y progreso.
Una serie de universidades, entre ellas la UAB, estrenan la aplicación de la ley con la obligación (estrictamente explicitada en el texto) de alterar sus procesos de renovación del cargo de rector. Procesos iniciados con la absoluta legalidad vigente en su momento y que sólo la visceralidad con que fueron introducidas algunas enmiendas en el Senado puede explicar el por qué se ven alterados. En la mayoría de los casos se trata de universidades en las que el actual rector agota definitivamente su mandato y que, por tanto, no se puede aplicar la sospecha que de forma generalizada se ha hecho desde el Gobierno, y sus medios afines, de querer eternizarse en el cargo.
La obligatoriedad por parte de los responsables universitarios de cumplir lo establecido en la ley choca frontalmente con la oposición de importantes colectivos universitarios, que consideran moralmente ilegítima la intromisión de la ley en sus procesos abiertos, de forma natural, así como con las funciones reconocidas estatutariamente a los claustros, como es la modificación de los estatutos de la Universidad. Unas decisiones que no sólo tienen un claro componente de imposición arbitraria y de revancha, sino, como señaló en su día el Consejo de Estado, innecesarias.
Las consecuencias están ya a la vista: la generación de conflictos en el seno de la Universidad, que ven cómo la confrontación con la política gubernamental se traslada al ámbito interior y generan una situación en la que difícilmente se puede decir que los esfuerzos puedan concentrarse en la mejora de la docencia y de la investigación, sino en cómo conseguir sacar adelante la institución, ante posturas cada vez más radicalizadas.
Podríamos, pues, anotar en el haber del equipo ministerial que la ley ha puesto en situación bien difícil a los rectores y órganos de gobierno (precisamente por el cumplimiento de una ley sobre la que tienen una opinión muy negativa). ¡Enhorabuena! Tener acorralados a los conejos y creer vencido el enemigo, tal como la ministra ha considerado a los rectores y a la Universidad, respectivamente, puede producirles una cierta satisfacción que, sin embargo, tal vez sea muy transitoria.
Hemos podido constatar también las primeras consecuencias de una norma hecha con un buen desconocimiento de la vida real de las universidades. El método de elección de rector impuesto por la ley origina una gran complejidad y gastos, especialmente en universidades con una elevada masa electoral. El paso de las prácticas tradicionales, de presentación de programas a las juntas ampliadas de centro, al claustro, etcétera, a una copia de elecciones políticas, no es en absoluto trivial. Por otra parte, negar la legitimidad del rector elegido en segunda instancia sería lo mismo que negar la del presidente del Gobierno, o en tantas otras instancias, como las diputaciones.
El reglamentismo de la ley llega incluso a establecer cómo han de ser las papeletas de votación, ya que se establece que en ellas deberá figurar la candidatura. Se prohíbe así una práctica tradicional en muchas universidades, en donde en caso de una sola candidatura la comunidad podía rechazarla (papeletas con sí, no o en blanco). Paradójicamente, la ley no dice que en este caso no haría falta ninguna votación, ya que bastaría con que un solo miembro de cualquier estamento votara para salir elegido. El absurdo continúa, ya que, si imaginamos que existiera un rechazo generalizado, bastaría un solo voto de un profesor funcionario doctor para que su candidato fuera elegido. En el caso de dos candidatos, se pueden producir también situaciones de difícil manejo: si un candidato recibe todos los votos de estudiantes y PAS [Personal de Administración y Servicios], y el profesorado se abstiene, menos uno que vota por el otro candidato, éste sería el elegido. No quiero imaginar cómo podría gobernar la Universidad una persona con tal apoyo, aunque parece que esto no importa mucho al equipo ministerial, ya que no ve problema en hacer aprobar por el Parlamento una ley que tiene la oposición de la inmensa mayoría de la comunidad universitaria. ¿Se ven capaces de gestionarla o, simplemente, migrarán hacia otros ámbitos más tranquilos?
Lamentablemente, esto es sólo el principio. La complejidad de unas pruebas de habilitación sobre la base de las actuales áreas de conocimiento puede conducir a la parálisis de amplios colectivos de universitarios, unos examinando y los otros siendo examinados, en base a procedimientos que en vez de ser del siglo XXI son del XIX, un error en el uso de la numeración romana que puede tener fatales consecuencias. Puede tener, sin embargo, un aspecto positivo con el desplazamiento hacia fórmulas contractuales muy interesantes. El análisis de las consecuencias detalladas de la ley en centros, departamentos y el resto de instancias y procedimientos universitarios es, sencillamente, espeluznante. El riesgo de la pérdida de la igualdad de oportunidades en el acceso a la Universidad (por el método, porque el que tiene su origen en causas sociales permanece), como consecuencia de una medida de aparador populista, la 'supresión' de la selectividad, sólo se podrá vencer por la propia voluntad de las universidades de no perjudicar a los futuros universitarios. Un ejemplo más de la falta de respeto y consideración y de falta de auténtico diálogo, que hubiera permitido un texto sin tantas pifias políticas y técnicas como el actual.
La amenaza, cierta, de las decenas de decretos que se anuncian en la ley no sólo van a afectar la capacidad de la Universidad para encontrar caminos propios, sino que van a paralizarlas. La novena edición del libro Legislación universitaria, de Antonio Embid y Fernando Gurrea, tiene 994 páginas: no sólo se tiene que reescribir, sino que, seguro, tendrá muchas más páginas. ¿Ésta es la tarea con la que se quiere ilusionar a las universidades? Mientras tanto, seguimos en el furgón de cola europeo en financiación, en ayudas al estudio, en recursos para la investigación. Seremos, sin embargo, los primeros en el recorte de la autonomía universitaria: éste tampoco es el camino hacia Europa.
Carles Solà es rector de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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