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La escultura cubista transforma el Reina Sofía en un gabinete de maravillas

Treinta piezas recuperan las formas de un movimiento que revolucionó el arte moderno

José Andrés Rojo

El cubismo transformó la escena artística de principios de siglo con su voluntad de abandonar un punto de vista único y revelar los múltiples aspectos de la naturaleza. Ayer, el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía presentó la exposición Las formas del cubismo. Escultura y vanguardia 1909-1919, que estará abierta hasta el 22 de abril. José Francisco Yvars, comisario de esta muestra que reúne 30 esculturas y 26 dibujos de las procedencias más diversas, subrayó el excepcional valor de las piezas e invitó a disfrutar de la singularidad de cada una de las propuestas.

Picasso, Brancusi, Lipchitz o Derain son algunos de los nombres más conocidos entre cuantos participan en esta exposición, que explora una de las dimensiones menos conocidas de un movimiento que transformó radicalmente la escena artística occidental en las primeras décadas del siglo pasado. No es fácil definir, encerrar en unas coordenadas históricas precisas, la escultura cubista. De ahí el carácter extraordinario de esta muestra, que Juan Manuel Bonet, director del Reina Sofía, calificó ayer durante la presentación de la misma de 'ejercicio intelectual de primer orden'.

Más allá, por tanto, del carácter enfático de los grandes nombres, lo que la exposición recrea es la inmensa variedad de respuestas que surgieron a partir de los desafíos que plantearon los fundadores de lo que terminó por conocerse como cubismo. Además de obras de los artistas anteriormente citados, se exhiben también piezas de Raymond Duchamp-Villon, Henri Laurens, Alexander Archipenko o Henri Gaudier-Brzeska, o de nombres menos conocidos como Otto Gutfreund, Bohumil Kubista, Joseph Csáky, Ossip Zadkine o Pablo Coratella.

Dos fechas, 1909 y 1919, sitúan cronológicamente la muestra. 'He elegido la primera de ellas porque es el año en que Picasso realiza Cabeza de mujer (Fernande)', explicó ayer José Francisco Yvars. Una pieza que nada tiene que ver ya con cuantas esculturas se hubieran realizado anteriormente y donde se acumulan perspectivas y formas distintas para presentar una cabeza. 'En 1919, el cubismo empieza a convertirse en un lenguaje', señaló Yvars respecto a la fecha que cierra el periodo que cubre la muestra. 'Es, además, el momento en que Lipchitz se emancipa de las referencias estrictamente cubistas y en el que empiezan las propuestas surrealistas'.

Tradiciones distintas

Más allá del aire común de todas las piezas, Yvars subrayó el valor singular de cada una de ellas. Por otro lado, indicó que 'la trayectoria de cada artista fue autónoma y cada cual se alimentó de influencias y tradiciones diferentes'. Sea como sea, lo que está en juego es el asalto a la figuración naturalista, el cuestionamiento radical de la ilusión renacentista, 'la gran revolución en la percepción visual' que desencadenó el movimiento que pusieron en marcha Picasso y Braque. Con el cubismo, la manera que existía hasta entonces de ver las cosas se pone radicalmente en cuestión. Así lo describe el propio Yvars en uno de los textos del catálogo: 'La innovación perceptiva impuesta por el cubismo exige la introducción de diversos ángulos de visión de un mismo objeto y no tiene nada que ver con la realidad espacio-temporal ni con la quimérica 'cuarta dimensión'.

Las formas del cubismo está situada en la tercera planta del museo, en una pequeña sala. 'Es una especie de gabinete de maravillas', dijo Yvars. Una muestra de pequeño formato y gran ambición. Una suerte de 'visión intimista de la escultura', comentó Juan Manuel Bonet, que señaló que este original acercamiento a la 'aurora de la modernidad' ha sido producto de tres años de trabajo. Es el resultado de las investigaciones que lleva realizando Yvars en el mundo de la escultura histórica moderna, que ya dieron sus primeros frutos con la antológica de Lipchitz y que tendrá un próximo episodio en una muestra centrada en el proyecto vorticista, con Gaudier-Brzeska como protagonista indiscutible, y con Ezra Pound como hombre en la sombra, como telón de fondo.

'Una cosa es percibir y otra muy distinta conocer', señaló José Francisco Yvars. Lo importante en el arte es la relación directa con cada una de las obras, y lo que entonces está funcionando es la sensibilidad. 'Cuanto más se sepa sobre una corriente artística, tanto mejor', pero lo que desencadena el placer es el encuentro con cada obra. Esta filosofía alimenta la puesta en escena de la exposición, que no sigue una secuencia cronológica y que propone, más bien, un recorrido atento a criterios estéticos, donde lo que importa es la afinidad entre las piezas, sus correspondencias u oposiciones, sus guiños cómplices, sus mutuas influencias.

Capacidad de asombro

Así que gabinete de las maravillas. La invitación, por tanto, no es pedagógica. De lo que se trata es de dejar libre la posibilidad de asombrarse. Es necesario un salto en el tiempo para desembarcar en los inicios del siglo XX. No está de más recordar las presencias rotundas de las esculturas de Rodin. Porque lo que esta exposición desvela es el momento de despegue de una sensibilidad que 'se ha emancipado de la tutela del XIX', tal como contó Yvars.

Nada más entrar, la cabeza que esculpió Picasso: toda una mezcla de fragmentos rectilíneos cosidos, entre los que se adivinan los ojos, la nariz, la boca. Muy cerca, unas delicadas y pequeñas piezas de Laurens y del propio Picasso, en las que se combinan objetos de procedencias distintas -cartones, madera de abeto, cordel, clavos, una chapa metálica- para configurar una botella de ron, un violín, un frutero, una guitarra... Las esculturas son lo que dicen ser, pero lo son a su manera. Quizá no sorprendan al espectador del siglo XXI que se cree de vuelta de todo, pero entonces, en esa 'aurora de la modernidad' maravillaban por su osadía. Siguen haciéndolo.

Como lo hacen, poco después, las superficies pulidas y elegantes de Brancusi, que consigue crear el primer grito con una única mordedura en un bronce de líneas impolutas, o las formas de la virgen de Archipenko, toda una borrachera de formas sinuosas y redondeadas. Lipchitz muestra sus figuras rectilíneas como abandonadas, y orgullosas, en el mayor desamparo. Derain muestra su hombre acurrucado con unas cuantas líneas esculpidas sobre un cubo de piedra arenisca, casi como si fuera el ídolo de una vieja civilización. Y están las piezas de Duchamp-Villon o de Gaudier-Brzeska, tan diferentes unas de otras, pero tan audaces en su reconstrucción de la figura humana después de haber pasado por la trituradora de miradas que habían roto ya con las obligaciones decimonónicas.

El cubismo fue un punto de no retorno. Después de poner el arte patas para arriba, ya nada fue lo mismo. Yvars ha reconstruido ese momento de libertad desatada que acabó con una única mirada para poner en escena una compleja red de múltiples perspectivas. Lo ha hecho, además, reuniendo obras de procedencias muy distintas, muchas de ellas muy frágiles. Todo un logro en tiempos en los que el arte tiene complicaciones para viajar.

<i>Botella de ron</i> (1916-17), de Henri Laurens (París, 1885-1954).
Botella de ron (1916-17), de Henri Laurens (París, 1885-1954).

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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