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¡Pobre Argentina rica!

Con una frecuencia ciertamente preocupante, un buen número de analistas de la situación argentina actual, y también una mayoría de los propios argentinos, inician su discurso sobre el actual estado de cosas formulándose la siguiente pregunta: ¿cómo es posible que un país tan rico se encuentre en situación tan crítica? Obviamente, quienes así reflexionan, corroborando de este modo su perplejidad e impotencia ante la magnitud de la crisis, se están refiriendo sin duda a la disponibilidad de gran cantidad de recursos naturales y productos primarios (petróleo, gas natural, minerales, cereales, carne, lácteos, etcétera), algunos incluso de excelente calidad, que tiene dicho país.

Lamento desilusionarlos, aún más, pero es importante recordar que no suelen existir soluciones a problemas cuyo diagnóstico es equivocado, ni en economía ni en ningún otro campo de conocimiento. Dar por sentado, como se da, que Argentina es un país rico no sólo puede conducir a la melancolía sino que acaba desenfocando todo el análisis posterior y las posibles soluciones, caso de haberlas. Porque si, en efecto, Argentina es un país rico, es bastante razonable colegir que la pobreza de ahora no es más que la consecuencia de un reparto inadecuado de sus recursos, en particular de la rapiña ejercida por una legión de dirigentes corruptos e incompetentes, y también de algunas empresas extranjeras que se aprovecharon de ellos para su propio beneficio, sin tener en consideración los intereses nacionales.

No es que no haya parte de verdad en esta argumentación; el decenio justicialista de los 90, bajo la batuta de Menem, será recordado como uno de los de mayor corrupción de la historia argentina y el verdadero origen del profundo descrédito de la clase política actual. Pero ello no debe ocultar el hecho de que el problema básico del país no es el reparto de la riqueza que, equivocadamente, se le supone, sino, precisamente, la ausencia prolongada de mecanismos generadores de la misma. Dicho de otro modo: son los esquemas de producción y competitividad, los bajos niveles de productividad, la ausencia clamorosa de innovación, es decir la estructura misma del tejido productivo lo que ha venido fallando desde hace mucho tiempo en Argentina, bajo la impasible y negligente mirada de sus autoridades políticas y económicas, y la complicidad de los apóstoles del pensamiento único reinante; neoliberal, por supuesto.

No resulta fácil explicar la relativa escasa importancia que, en un mundo tan interdependiente y globalizado, como el actual, tiene el hecho de disponer, o no, de recursos naturales, o de un voluminoso y bien surtido sector primario. Quizá sirva para aclarar esta aparente contradicción la formulación de otra pregunta de signo bien distinto: ¿cómo es posible que Japón, un país sin recursos naturales, y con una escasez manifiesta de terrenos para cultivo, sea tan rico?

La respuesta a preguntas de carácter tan dispar, puede encontrarse analizando, por un lado, la evolución del comercio internacional en el último cuarto de siglo y, por otro, observando los cambios cualitativos producidos en la composición de la cesta de la compra de los consumidores conforme han ido elevándose los niveles de renta per capita. Es entonces cuando nos damos cuenta de que Argentina no encaja en los patrones de una economía desarrollada, y, por tanto, no puede considerarse un país rico. Lo fue, ciertamente, en una época en la que en la demanda proveniente de los ciudadanos de los países hoy desarrollados primaban los bienes energéticos o de carácter básico, como la alimentación, lo que tenía su reflejo inmediato en el comercio internacional a través de las exportaciones, y, por tanto, en el nivel de reservas acumuladas, que es lo mismo que decir en su capacidad de pago. Pero hoy, con la renta per capita a niveles tan elevados en los principales países, origen y destino del comercio mundial, el porcentaje que estos bienes representan en el conjunto no sólo es pequeño sino que tiende a decrecer de manera permanente. No se trata únicamente de un problema ligado a las barreras de importación por parte de los países desarrollados, que también lo es. Los consumidores europeos, americanos o japoneses (y también los argentinos de renta media y alta) quieren, sobre todo, productos industriales (incluyendo los elaborados de origen agrícola) o servicios, de elevado valor añadido, diferenciados por calidad, diseño, marca o cualquier otra característica diferente al precio, que era el elemento básico de referencia del viejo modelo industrializador. Y esto, cómo no, tiene su reflejo directo también en los patrones por los que se rige el nuevo comercio internacional.

La pregunta relevante, pues, es por qué Argentina no ha generado producciones de mayor valor añadido, promocionado nuevos sectores, ni, por tanto, ha utilizado adecuadamente su enorme potencial de capital humano acumulado (ésta sí es una verdadera riqueza sin aprovechar), muy superior a la de cualquier economía latinoamericana. ¿Por qué, tras la ley de convertibilidad del 91, la apertura económica y las privatizaciones de empresas públicas bajo gobiernos de Menem, hubo tan clamoroso desprecio por las políticas industriales, comerciales y financieras dirigidas a las pequeñas y medianas empresas locales, a su competitividad y a su inserción plena en los mercados internacionales, mientras Brasil y Chile, por un lado, y Japón, toda Europa Occidental y EEUU, por otro, no dudaron ni un solo momento en aplicar aquellas con total desparpajo y abundancia de recursos? Aún más, ¿por qué se mantuvo un tipo de cambio totalmente irreal, más allá de 1996, cuando ya los peligros de la hiperinflación se hallaban totalmente controlados, y el problema comenzaba a ser, justamente, el contrario? Y finalmente ¿por qué el FMI, la Comisión Europea, y los demás organismos internacionales le negaron, en plena depresión, el pan y la sal a los gobiernos de De la Rúa, únicos mínimamente legitimados para sacar el país adelante debido a su escasa implicación en la corrupción del justicialismo menemista?

Evidentemente ahora, en la situación de colapso total por la que atraviesa el país en su conjunto, con una base productiva debilitada, desorientada y prácticamente fuera del mercado, no haya otra solución a corto plazo que hacer lo que está intentando hacer Duhalde; incluso, a corto plazo, favorecer de algún modo el tejido empresarial local con medidas relativamente proteccionistas. Pero si, una vez fuera del largo y negro túnel actual, se opta de nuevo por esa suerte de liberalismo papanatas que, paradójicamente, termina arraigando precisamente en aquellos países que no pueden permitirse ese lujo, dentro de unos años, con devaluación del peso incluido, Argentina volverá a estar en el mismo punto en donde empezó esta deprimente y descorazonadora historia: allá por los últimos instantes del gobierno radical de Alfonsín de finales de los ochenta. Ojalá sea yo el equivocado.

Andrés García Reche es profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.

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