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Tribuna
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Los nuevos intocables

Tras los ataques terroristas del 11 de septiembre, una cosa está clara como el agua: la vulnerabilidad mutuamente afirmada hoy de todos los lugares, aun los más separados políticamente, del globo. La manifestación del cambio de nuestra condición existencial nos ha cogido desprevenidos, igual que el cambio en sí. La sacrosanta división entre dentro y fuera, que había balizado el reino con una seguridad existencial y fijado el itinerario de una trascendencia futura, se ha borrado en la práctica. Ahora ya no hay fuera... Todos estamos dentro, ya no hay nada en el exterior. O, más bien, lo que habitualmente estaba en el exterior ha entrado al interior, sin llamar; y se ha instalado ahí, sin pedir permiso. El bluff de las soluciones locales a los problemas mundiales se ha desvelado, la impostura del aislamiento territorial ha quedado al descubierto.

Durante los doscientos años de historia moderna, se consideró que los refugiados, los emigrantes voluntarios e involuntarios, las 'personas desplazadas' eran responsabilidad del país de acogida, y como tal se las trataba. Una vez admitidos, los extranjeros, tanto los ya establecidos como los recién llegados, se encontraban bajo la jurisdicción exclusiva e indivisible del país del que eran huéspedes. Ese país era libre de desarrollar las versiones puestas al día y modernizadas de las dos estrategias que Claude Lévi-Strauss describió en Tristes tópicos como la alternativa disponible para gestionar la presencia de extranjeros. La elección disponible para resolver el problema de los extranjeros debía hacerse entre las soluciones antropófaga y antropoema. La primera solución venía a ser 'absorber a los extranjeros'. Bien literalmente, en carne y hueso -como en el canibalismo supuestamente practicado por algunas antiguas tribus-, bien en una versión moderna, metafórica, más sublime, de forma espiritual -como en la asimilación asistida por el poder y practicada de forma casi universal por los Estados-nación, de forma que los extranjeros sean ingeridos por el cuerpo nacional y dejen de existir como extranjeros-. La segunda solución era 'vomitar a los extranjeros' en lugar de devorarlos: reunirlos y expulsarlos o bien fuera de la esfera del poder estatal, o bien fuera del mundo de los vivos.

Observemos, sin embargo, que buscar una u otra de las dos soluciones sólo tiene sentido según las dos hipótesis siguientes: la de una división territorial bien definida entre el dentro y el afuera, y la del carácter completo e indivisible del poder de elegir una estrategia en el interior de su esfera de influencia. Ninguna de estas dos hipótesis tiene hoy mucha credibilidad en nuestro mundo global moderno, líquido: por esto, las posibilidades de desarrollar una u otra de esas dos estrategias ortodoxas se ven, cuando menos, reducidas.

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Al no estar ya disponibles esos 'modelos', da la impresión de que nos hemos quedado sin una buena estrategia para hacernos cargo de los recién llegados. En efecto, en una época en la que ningún modelo cultural puede autoritaria ni eficazmente reivindicar su superioridad sobre los modelos competitivos y donde la construcción nacional y la movilización patriótica dejan de ser el principal instrumento de la integración social y de la autoafirmación del Estado, la asimilación cultural ya no es posible. Puesto que las deportaciones y las expulsiones proporcionan regularmente imágenes a la televisión-espectáculo y tienen muchas posibilidades de provocar un clamor de indignación público y empañar el crédito internacional de los culpables, los gobiernos prefieren evitarse problemas cerrando las puertas a todos los que llaman para buscar un refugio. En tales circunstancias, el ataque terrorista del 11 de septiembre era un regalo de Dios para los políticos.

A las acusaciones habituales de que son objeto los refugiados -aprovecharse del bienestar nacional y robar puestos de trabajo- se suma ahora la acusación de ser una quinta columna de la red terrorista global. Termina por haber una razón racional y moralmente intachable para la reunión, encarcelación y deportación de personas que ya no se sabe cómo manejar y sobre las que no se quiere tomar la molestia de informarse. En Estados Unidos y Gran Bretaña, los extranjeros, bajo la bandera de una 'campaña antiterrorista', han sido rápidamente desposeídos de unos derechos humanos básicos que hasta ahora habían resistido todas las vicisitudes de la Historia. Los extranjeros pueden ahora ser encarcelados indefinidamente basándose en cargos contra los que no se pueden defender, porque no se les dice cuáles son.

Se pueden poner cerrojos a las puertas; pero el problema no desaparecerá, por muy sólidos que éstos sean. Los cerrojos no sirven para nada cuando se trata de controlar o debilitar las fuerzas que provocan los desplazamientos. Pueden ayudar a mantener el problema alejado de las miradas y de las mentes, pero no impiden que exista.

Así, cada vez más, los refugiados se encuentran entre dos fuegos, o, más exactamente, doblemente atenazados. Son expulsados a la fuerza o se les mete miedo para que dejen su país natal, pero se les niega la entrada en otro país. No cambian de lugar; pierden su lugar en la tierra, son proyectados a ninguna parte, a un desierto que es por definición un terreno inhabitado, una tierra llena de resentimiento frente a los humanos y en la que raramente permanecen.

Con un parecido caricaturesco con la élite del nuevo poder del mundo globalizado, los refugiados se han convertido en el modelo de esta extraterritorialidad en la que han caído las raíces de la precariedad actual de la condición humana -ante todo, los temores y las angustias humanos. Esos temores, esas angustias, al buscar en vano otros blancos, han dejado su rastro en el resentimiento popular y el miedo a los refugiados. No pueden neutralizarse ni difuminarse en un enfrentamiento directo con la otra encarnación de la extraterritorialidad: la élite global que se mueve fuera de toda esperanza de control humano, demasiado poderosa para afrontarla. Los refugiados, por otro lado, son un blanco fácil para descargar el exceso de angustias.

Según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, hay entre trece y dieciocho millones de personas 'víctimas de desplazamientos forzosos' que luchan por sobrevivir fuera de las fronteras de su país de origen. El 83,2% de las víctimas de desplazamientos forzosos del continente africano se encuentra en campos de refugiados y el 95,9% de los de Asia (en Europa sólo un 14,3% de los refugiados permanecen encerrados en campos). Los campos de refugiados son artificios a los que el bloqueo de las salidas ha convertido en permanentes. Los que viven en ellos no pueden volver 'al lugar de donde han venido'; los países que han dejado no desean su vuelta, sus vidas han sido destruidas, sus casas incendiadas o saqueadas. Tampoco tienen un camino ante ellos: ningún Gobierno recibe con alegría un flujo de millones de personas sin techo. En realidad no forman parte del país en cuyo territorio han construido sus chabolas e instalado sus tiendas. Están separados del resto del país que les acoge por el velo invisible, pero tupido e impenetrable, de la sospecha y el resentimiento. Están suspendidos en un vacío espacial en el que el tiempo se ha detenido. No están ni instalados ni desplazados, no son ni sedentarios ni nómadas. En los términos en que se narra la Historia de la humanidad, son inenarrables.

Son los 'indecibles' de Jacques Derrida, en carne y hueso. En medio de gente como nosotros, alabada por otros y que se enorgullece de su capacidad de reflexión sobre sí misma, no son sólo los intocables, sino los impensables. En nuestro mundo de comunidades imaginarias, son los inimaginables. Y, al negarles el derecho a ser imaginados, las otras comunidades -auténticas o que esperan serlo- persiguen una credibilidad para sus propias labores de imaginación. Sólo una comunidad que actualmente aparece con frecuencia en el discurso político, pero que no se ve en ningún otro sitio en la vida y el tiempo reales, es decir, la comunidad global, una comunidad inclusiva pero hasta ahora no exclusiva, una comunidad que se corresponde con la visión kantiana de una Vereingung in der Menschengattung (unión en la especie humana), puede llevar a los refugiados de hoy fuera del 'no lugar' al que han sido proyectados.

Todas las comunidades son imaginarias. La comunidad global no es una excepción a esta regla. Pero la imaginación es una fuerza concreta, potente, una fuerza de integración, cuando se apoya en instituciones de identificación del ser colectivo y de gobierno del ser colectivo, creadas y respaldadas socialmente, como es el caso de las naciones modernas, unidas a los Estados soberanos modernos, para lo bueno y para lo malo, y hasta que la muerte los separe. En lo que a la comunidad global imaginaria respecta, una red institucional comparable (tejida por agencias globales de control democrático, por un sistema legal globalmente obligatorio y por principios éticos globalmente mantenidos) brilla por su ausencia. Sugiero que éste es el principal motivo del llamado, eufemísticamente, 'problema de los refugiados' y el principal obstáculo para su resolución.

Zygmunt Bauman es sociólogo, profesor emérito de la Universidad de Leeds y de Varsovia. Éste es el texto de la conferencia pronunciada en el primer Forum de la Démocratie et du Savoir, (París, 2 y 3 de febrero de 2002). © Utls

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