El éxodo argentino
A comienzos de enero, el joven investigador Gustavo Sibona, un físico de aún incipiente prestigio internacional, emigró de la Argentina con su esposa Carola y sus tres hijos, el menor de los cuales tiene pocos meses. Llevaban sólo 40 dólares en el bolsillo. Gustavo no había cobrado aún sus dos últimos sueldos en la Universidad Tecnológica Nacional, y otro tanto le sucedía a Carola, empleada en el Rectorado de la Universidad de Córdoba. A pesar de sus desesperados desplazamientos por el laberinto de los bancos, y de sus reclamos de pesadilla en redes burocráticas cada día más intrincadas, les fue imposible retirar también los ahorros que reservaban para las situaciones de emergencia.
A diferencia de la mayoría de los argentinos que están yéndose en masa del país donde se educaron, Gustavo logró ser contratado casi de inmediato en Augsburg, una ciudad bávara situada 70 kilómetros al noroeste de Múnich. La lejanía y la pérdida de los afectos hizo que el éxodo fuera, para los dos, un desgarramiento sin nombre, uno de esos vacíos comparables a los que deja la muerte. Carola es bisnieta de Jorge Newbery, uno de los mayores héroes de la aviación argentina y el ingeniero al que se le encomendó la iluminación de la avenida de Mayo para los fastos del Centenario, en 1910. Siempre había sentido esa herencia de familia como un tributo por pagar, un lazo que la unía al país con fuerza indestructible.
Acaso hayan evocado, al partir, las líneas del poema que Jorge Luis Borges repitió por teléfono a un amigo antes de irse para siempre a Ginebra: '... alguna vez tuvimos / una patria -¿recuerdas?- y los dos la perdimos'.
La Argentina está quedándose más sola que nunca tras el éxodo de las decenas de miles de personas que se van sin intenciones de volver. Regresar al desierto que tanta desazón produjo en Domingo Faustino Sarmiento a mediados del siglo XIX parece ahora ya no sólo un destino, sino también una fatalidad: 'El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión', se lee en el comienzo de su obra maestra, Facundo: 'El desierto la rodea por todas partes y se le insinúa en las entrañas'.
Poco después de que Sarmiento escribiera esas líneas en 1845 empezó a vislumbrarse el fin de la despoblación, cuando los inmigrantes de Europa y Oriente Medio afluyeron caudalosamente al Río de la Plata. Desde 1857 a 1924 llegaron cinco millones y medio de seres humanos, de los cuales un tercio regresó a su tierra de origen, expulsado por barbaridades como la Ley de Residencia de 1902. Pero en el último medio siglo fueron los argentinos los que empezaron a emigrar. Ese incesante drenaje empobrece al país de modo más feroz e irreversible que la deuda externa.
Desde 1976, han sucedido tragedias devastadoras en la Argentina: una dictadura sangrienta, una guerra que fue catastrófica aunque sólo duró dos meses, dos años de hiperinflación, la descapitalización del Estado por la venta de casi todos sus bienes -con el efecto milagroso de que, cuanto más se vendía, más deudas se acumulaban- y, a fines del 2001, la patética ronda de cinco presidentes sucesivos en 10 días. Eso, sin embargo, es sólo la boca del abismo. En las últimas seis semanas, la desocupación ha alcanzado ya a más de un tercio de la población activa en las cuatro mayores ciudades del país; hay miles de personas que se están muriendo literalmente de hambre y cientos de miles de chicos trabajan en condiciones infames sin haber ido a la escuela ni a un dispensario de vacunas. La economía informal en estado de derrumbe es sólo la cara visible de ese foso de arena en el que todos se hunden más cuanto más tratan de salir.
Y sin embargo, quizá ninguna de esas calamidades sin nombre tenga un efecto tan irreparable para la salud futura de la Argentina como el éxodo de sus habitantes. Treinta mil personas ya educadas -de acuerdo con los inciertos cálculos consulares- están llevando a otras latitudes la experiencia y el conocimiento que han adquirido en una patria donde, tal como están las cosas, podrían desperdiciar sus vidas. Ese incesante drenaje de recursos humanos retrasará la recuperación del país con una eficacia más letal que el derrumbe de miles de empresas y la bancarrota del Estado. Como en el libro de Job, tal vez la postración económica pueda corregirse algún día. Los argentinos que se van, en cambio, están haciéndolo para siempre.
El primer Gobierno de Juan Perón suscitó exilios dolorosos, como el de Julio Cortázar, que se fue por hartazgo en 1950. Luego, en una sola noche de julio de 1966, el irrisorio general Juan Carlos Onganía expulsó de las universidades a tres mil científicos y pensadores de primer nivel, uno de los cuales recibió más tarde el Premio Nobel. En 1974, el astrólogo José López Rega inició un baño de sangre que duró una década: cientos de miles de argentinos se exiliaron entonces, por desesperación o por cautela.
Todas esas migraciones, como las de los proscriptos que huyeron de las cárceles federales a mediados del siglo XIX, tuvieron una razón política. Son, por lo tanto, formas del exilio, lo que según el Diccionario de Autoridades equivale a expulsión o destierro. Ese castigo tenía un término, y los exiliados se iban con la esperanza de regresar. Lo que sucede ahora es, en cambio, un éxodo -una 'salida voluntaria', de acuerdo con el mismo diccionario-, una forma de expatriación sin vuelta posible. Los protagonistas del éxodo renuncian a la identidad con que nacieron y parten en busca de otra, que a veces es la de sus antepasados y otras veces es ninguna: a esa identidad podría llamársela olvido, o fatiga.
A la necesidad de detener esa fuga se opone la desalentadora realidad. ¿Cómo decirle que no se vayan a los que tienen 30 años, cuando suman más de millón y medio los jóvenes de entre 18 y 28 años que no estudian ni trabajan? ¿Qué horizonte se le podría ofrecer a un ingeniero o a un albañil de edad mediana que logró anclar en un empleo, lo perdió en el naufragio del pasado diciembre y ahora no tiene cómo alimentar a su familia? De esos casos hay miles cada día: gente que ya no tiene ganas de levantarse de la cama ni razones para estar despierta ni consuelo para la desesperanza que no se acaba.
Otros miles no quieren resignarse y se han declarado en estado de rebeldía y desobediencia. Lo expresan golpeando sus cacerolas en las plazas simbólicas de Buenos Aires y exigiendo a los supuestos creadores del desastre que dejen el poder vacante. ¿Quién querría ocuparlo, sin embargo? ¿Salvadores providenciales que podrían embarcar a la Argentina en aventuras peores que las del presente? Si bien es cierto que muchos de los que aún están en puestos de decisión se aferran como hiedras a sus privilegios, también es verdad que algunos de los que se postulan para reemplazarlos no lo hacen por espíritu de sacrificio, sino por vocación de asalto. Por ejemplo: el apocalipsis que predica el ex presidente Carlos Menem desde sus retiros oceánicos, en Puerto Vallarta o Viña del Mar, parece menos inspirado por el amor a los argentinos que por el amor a sí mismo.
El éxodo jamás ha sido buena elección para nadie, pero para los miles que esperan el amanecer en los consulados europeos no parece haber otra. No se sienten comprometidos con un país donde el lenguaje de las promesas se ha devaluado tanto como la moneda. El filósofo francés Gilles Deleuze decía que las líneas de fuga equivalen a líneas de muerte. En este caso, la línea de muerte amenaza no a los que se van, sino al país, que se queda.
Tomás Eloy Martínez es periodista y escritor argentino.
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