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Columna
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La calidad de vida

Hace unos días, en las páginas de turismo de este mismo diario, aparecía un elogio encendido de Barcelona como destino turístico porque los visitantes percibían que esta ciudad y este país -Cataluña- presentaban una envidiable calidad de vida. Se entiende por calidad de vida un conjunto de factores que hacen no sólo la estancia, sino también la permanencia agradable y atractiva: el clima, la comida, el paisaje, pero también un cierto grado de civilidad, unos servicios aceptables. En un cierto sentido, el éxito del modelo -no se decía en estos términos, pero se intuía- es que vivimos en una interesante intersección entre el norte y el sur, incluso entre los tópicos del norte y los tópicos del sur. Aquí se da la alegría de vivir, la buena vida, el buen tiempo, la buena comida, el cierto relajamiento espiritual que atribuimos al sur, pero con un nivel de bienestar, de organización, de eficiencia, de laboriosidad, que participan en los mitos sobre el norte. Y esto está muy bien.

Una buena calidad de vida, ¿puede ser el único objetivo de una ciudad y de un país o convendría complementarlo con otras ambiciones e ilusiones?

Evidentemente, reportajes de este tipo -que, en mi opinión, no decía ninguna mentira- nos llena a los catalanes de orgullo o incluso de cofoisme. Pero no sé si al mismo tiempo no nos debería encender también alguna luz de alarma. Por descontado, tener una buena calidad de vida está muy bien, es un gran objetivo, puede ser incluso una primera gran prioridad. Pero, ¿y qué más? ¿Puede ser el único objetivo de una ciudad y de un país? ¿O convendría complementar este objetivo -que tiene mucho de conservador y no sólo en el aspecto político del término- con otras ambiciones y otras ilusiones? O incluso, para decirlo de un modo un poco más dramático, ¿es un objetivo sostenible en sí mismo?, ¿una sociedad que pretenda exclusivamente salvaguardar, sin más, su calidad de vida no acaba perdiendo incluso esta calidad de vida?

Tengo la sensación de que la sociedad catalana se ha instalado en una reconfortante constatación de su calidad de vida global -que no impide la existencia de desigualdades, como en todas partes- y que ha considerado que conservarla es su objetivo básico. Hablo de la sociedad, más incluso que sus propios dirigentes. Para entendernos, estoy convencido de que ni Pujol, ni Maragall, ni Carod -no sé si Clos- son personas con ambiciones, objetivos e ilusiones que van más allá de la estricta calidad de vida, que tienen proyectos y deseos que no excluyen esta calidad, pero que tienen muchos otros componentes. Pero el cuerpo social da la sensación, a veces, de aspirar por encima de todo a un país con una buena calidad de vida y, en la medida que ya la tenemos, no ponerla en peligro, ni mínimamente, en nombre de nada. No estoy acusando en absoluto a nuestra sociedad de nada, y en ningún caso de ser una sociedad egoísta o insolidaria, al contrario. Es compatible la solidaridad y la satisfacción por la propia calidad de vida. En todo caso son otras cosas, y no la solidaridad, las que pueden peligrar. El principal riesgo aparente de esta opción es la renuncia a las grandes ambiciones, las que sean. Por descontado, las políticas. Pero también a veces las económicas o las culturales. La ambición comporta un cierto grado de sacrificio. Estamos poco dispuestos a pagarlo. Tenemos en general una sociedad muy instalada, más bien a la defensiva. Tenemos una sociedad poco dada al riesgo, porque tiene mucho que perder y porque no valora lo poco o mucho que tiene que ganar. Es una sociedad que observa los cambios con recelo, porque en muchas cosas ya está bien como está. Lampedusa pone en boca de su príncipe de Salina, aristocrático y antiguo, en su conversación con el político burgués y liberal que le va a conocer desde la península para que sea senador, que los sicilianos no quieren ningún cambio porque ya se consideran dioses. Los catalanes no tanto: los catalanes, simplemente, ya están bien como están. Y no hablo estrictamente de política. Al contrario, en el ámbito político me parece que se dan más ambiciones que en el social.

Pero el problema no es sólo no tener ambiciones. La sociedad catalana ha construido su modelo actual de bienestar en 200 años en los que el objetivo no era precisamente mantener el nivel de calidad de vida, sino avanzar, progresar, competir, y ha pagado peajes por sus ambiciones. Peajes a veces excesivos, sobre todo cuando se mira al final del proceso. Pongamos un ejemplo no del todo externo: en Mallorca hace un siglo se pasaba hambre; ahora son ricos gracias al turismo, pero la isla es menos bella y menos pintoresca. Ciertamente, se podría haber hecho mejor, con menos sacrificio; pero no sin ningún sacrificio. La industrialización, las buenas comunicaciones, los buenos servicios, exigen arriesgar aspectos de la calidad de vida. Pero si tenemos la calidad de vida que tenemos es porque las generaciones anteriores hicieron -mejor o peor, esto podemos discutirlo- algunos sacrificios. Si nosotros renunciamos hoy a este binomio ambición-sacrificio en nombre de la preservación de nuestra calidad de vida, ¿podrán mantenerla nuestros nietos?

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