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Crónica:LOS NUEVOS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Primera puntualización

La primera entrega de esta sección (incipiente aún y, por así decirlo, todavía en rodaje) iba precedida de una sumarísima declaración de intenciones. El objeto de la misma no era otro que justificar a posteriori una serie de restricciones con las que se pretendía limitar el caudal de novedades susceptibles de ser consideradas. Se tenía la impresión, por lo visto exagerada, de que, mes a mes, el número de primeras novelas más o menos dignas de interés publicadas por autores españoles iba a ser demasiado numeroso como para añadirle primeras novelas de autores hispanoamericanos, menos aún primeros libros de cuentos. La experiencia de tres meses -tiene interés subrayarlo- refuta esta impresión, e invita a reconsiderar las restricciones declaradas, especialmente por lo que toca al ámbito geográfico. Pero entretanto se ha rozado una cuestión que, no se sabe muy bien por qué, levanta muchas susceptibilidades, y da pie, en consecuencia, a múltiples malentendidos. Se trata de la contraposición entre la novela y el cuento o relato corto.

Lo que en la mencionada declaración de intenciones se decía con vistas a justificar la restricción sobre los libros de relatos era lo siguiente: 'Novelas, y no libros de relatos, porque siendo la novela el género hegemónico de la actualidad, su paso a ella supone un salto cualitativo en la condición del escritor, con independencia de la ambición que lo anime. Ese salto repercute tanto en el orden de los recursos que le corresponde emplear como en la consideración social que obtiene a cambio. Por otro lado, el libro de cuentos, en cuanto tal, sigue siendo un género más libresco que propiamente literario, al menos por estos pagos, donde con demasiada frecuencia (pero póngase uno a discriminar) se limita a la ocasional reunión de materiales de muy diversa catadura, inspiración y procedencia'.

Cuesta aceptar que las afirmaciones aquí volcadas, realizadas además en un contexto manifiestamente desprovisto de matices, hayan dado lugar a objeciones y reproches a menudo airados, y que éstos se hayan producido en medida muy superior a la de los recibidos nunca por cuestiones que a primera vista se hubieran estimado mucho más polémicas o peliagudas. Pero no es la primera vez que, a propósito del cuento, ocurre algo parecido, ni parece que vaya a ser la última.

¿Cuáles son, en el fragmento citado, las afirmaciones objetables? No parece que pueda serlo la de que la novela es, en la actualidad -y sin que ello entrañe ningún juicio de valor, ni tenga que ver nada con las modas-, el género hegemónico, cosa que no se le escapa ni al más obcecado. Pero si se conviene en ello, cae por sí sola la idea siguiente: la de que el paso a la novela supone un salto cualitativo en la condición del escritor, quien, precisamente por servirse de un género hegemónico, es decir, de difusión e incidencia potencialmente mayores, obtiene -por parte de los editores, primero, y ya luego, si consigue publicar, por parte de críticos y lectores- una consideración más amplia. Ni mejor ni peor: simplemente más amplia. Lo cual no tiene por qué implicar discriminación de ningún grado, claro que no; pero sin duda termina repercutiendo -claro que sí- en todos los planos de la actividad del escritor, empezando por el estrictamente material.

En ilustración de lo que aquí se viene a decir, piense el lector en la diferente consideración que, en el campo de las artes plásticas, obtienen, por ejemplo, un acuarelista y un pintor de óleos. A nadie se le ocurriría pretender que la elección de una u otra técnica (cada una con su propia complejidad) determina un más alto grado de excelencia ni de artisticidad por parte de quien la practica. Pero es evidente que una cierta tradición, ligada sin duda tanto al soporte material como a las posibilidades expresivas y representativas de cada técnica, ha hecho que la pintura al óleo sea hegemónica en relación a la acuarela. Y ello sin perjuicio de que un mismo artista se revele a la vez como excelente acuarelista y pintor de óleos (abundan los casos), o que un determinado acuarelista supere, en virtudes o en alcances, a un pintor de óleos, o a un muralista.

Imagínese ahora lo raro que resul-

taría que, como muestra representativa de la pintura que se está haciendo en un determinado país, se expusieran un conjunto de acuarelas. Se objetaría enseguida que eso es un disparate, que una exposición de acuarelas sólo acredita el nivel de excelencia que esa técnica ha alcanzado en el país en cuestión, lo cual no tiene por qué ser representativo de nada más. Algo así, sin embargo, viene ocurriendo con tantas antologías de cuentos que aspiran a ofrecer un panorama de la narrativa de un determinado país o de un determinado ámbito lingüístico. Se les pide a los narradores que, para participar en la antología en cuestión, manden un cuento, sin perjuicio de que sean o no cuentistas. Y así ocurre desde la abusiva presunción de que la condición de narrador asume indistintamente uno y otro género. Lo cual deriva, a menudo, de una concepción subordinada del cuento, juzgado como género de muestrario, como si de un retal o de una rebanada de novela se tratara.

Para acreditarse como cuentista, por otro lado, basta haber publicado este o aquel cuento en esa o aquella revista: no se hace necesaria la mediación de una casa editorial, ni la cuantiosa inversión que supone la puesta en circulación de un libro. De hecho, las revistas y las publicaciones periódicas son no sólo el caldo de cultivo, sino el hábitat más idóneo de un género que, allí donde ha prosperado (baste pensar en Estados Unidos), lo ha hecho por virtud de la buena salud y la influencia de esas publicaciones. La relativa endemia del cuento español sin duda tiene que ver con la precariedad del tipo de publicaciones en que el género halla no sólo una posibilidad de publicación, sino un sistema de financiación y un circuito de difusión -de lectura, de discusión, de valoración- adecuados.

Por aquí se llega a la última consideración que ha suscitado protestas: la de que la colección de relatos, en cuanto tal, es un género, por lo común, más libresco que propiamente literario. De nuevo aquí se ha dado ocasión a tomar una constatación por un juicio de valor. Y a que se asimile el género en sí, el cuento, con el vehículo de su publicación. Por supuesto que hay libros de relatos que tienen una concepción unitaria y que, en consecuencia, trascienden la condición estrictamente libresca (¿por qué parecerá insultante esta palabra?) de toda colección constituida por acumulación de piezas independientes. Pero aun así, parece evidente que la unidad genérica es, en todos los casos, el cuento en sí, por cuanto admite (lo admite Los muertos, fuera de Dublineses, lo admite Funes, el memorioso, fuera de Ficciones) una lectura exenta. Y que cuando ello no es posible sin merma profunda del alcance y la significación del cuento en cuestión, habría que considerar si el conjunto del que forma parte no está más cerca de la condición genérica de la novela que de la del relato.

Tres noveles tardíos

NI EL TÍTULO ni los propósitos de esta sección pretenden sugerir que haya una vinculación entre el hecho de tratarse en ella de primeras novelas y la circunstancia de que sus autores sean más o menos jóvenes. Pero es cierto que, en este punto, interviene un prejuicio bastante explicable, tanto más en estos últimos tiempos, en los que se ha vivido una exagerada inflación de lo que suele entenderse por 'joven narrativa', dilatándose el alcance de este adjetivo -el de joven- hasta límites casi provectos. No pocas veces se ha oído decir, sin embargo, que la novela -al contrario de la poesía- es un género de madurez, en el que raramente se alcanza una temprana excelencia. La historia literaria aporta nombres y casos suficientes para sostener esto tanto como lo contrario. Lo que sí parece claro, en cualquier caso, es que, más acogedor que otros, menos riguroso, menos 'técnico', por así decirlo, la novela es un confortable género de llegada, en el que suelen estrenarse vocaciones tardías, desviadas o aplazadas. Pese a que con demasiada frecuencia se deja oír todavía la falsa oposición entre vida y literatura, lo cierto es que la experiencia de la lectura forma parte de la experiencia de la vida, como forma parte, sobre todo, de la experiencia del escritor, tanto o más que la práctica de la escritura misma. De ahí que las primeras novelas escritas por debutantes ya maduros suelan distinguirse por su 'corrección', puestos a emplear un término que, junto a otras positivas, reúne connotaciones contra las que reaccionan instintivamente -pero también, a menudo, convencionalmente- los impulsos menos conformes, menos educados, más sugeridores e indicadores de los escritores más jóvenes. Otra caso es que se juegue allí, o no, la batalla de lo prometedoramente nuevo, que es a lo que aquí se aspira -cándida o desesperadamente- a prestar atención. Sin atribuirle representatividad de ningún tipo, el censo más azaroso que exhaustivo de novelas atendidas durante la corta temporada que esta sección lleva intentándose abrir paso, arroja un número casi equivalente de autores que se sitúan a un lado y otro de la imprecisa raya de la madurez. Y entre los que más o menos la van pisando se percibe, como denominador común, quizá significativo, una notable solvencia tanto en los desarrollos argumentales como en el estilo, asociada a un prudente arrimo a planteamientos genéricos o ya experimentados. Así ocurre, por ejemplo, con La luna de nisán (Debate), de Antonio J. Durán Guardeño (Cabra, Córdoba, 1962), que hilvana hábilmente una intriga de trasfondo histórico y chamusquinas inquisitoriales en tres escenarios sucesivos y superpuestos de una misma ciudad, Sevilla, a comienzos del siglo XVII, durante la segunda República y en los años ochenta. En un registro muy distinto, Ángel Rupérez (Burgos, 1953) se sirve en Vidas ajenas (Debate) de un modelo se diría que jamesiano (del James de Los papeles de Aspern) para sugerir una morbosa atmósfera de misterio, de obsesión y de ruina, que tiene por escenario una casa madrileña a la que, con el pretexto de comprar los libros y objetos puestos a la venta, el narrador acude una y otra vez, fascinado por sus moradores. Finalmente, en versión castellana del mismo autor, o eso parece, publica Alianza Expediente Arteda, novela de Luis Rei Núñez (A Coruña, 1958) en la que, con maneras que a ratos recuerdan inevitablemente a Jorge Semprún, se traza un panorama crepuscular de la resistencia antifranquista en la Galicia de finales de los años cincuenta, sin que falte, junto a un cuidado ejercicio de reconstrucción histórica, y entre otras menos convencionales, la figura protagonista del héroe derrotado que regresa para ajustar cuentas con un camarada traidor, sí, pero también con su propio pasado.

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