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De aquellos polvos vinieron estos lodos

De repente, salta la noticia y todos nos quedamos estupefactos: el índice de delincuencia ha subido en la Comunidad Valenciana un 30% en el último año, porcentaje que es, con mucho, el más alto de toda España. Desde luego, si algún tipo de reacción no ha provocado este anuncio en los ciudadanos es la incredulidad: ¿qué valenciano no conoce a alguien a quien le hayan birlado la cartera, le hayan entrado en casa o, peor aún, haya sufrido agresiones en los últimos meses? Lo curioso es que la confirmación oficial del desastre no parece haber suscitado eso que ahora llaman alarma social. De lo cual se infiere que la cosa no tiene importancia o que la cosa no tiene remedio. A elegir.

¿Tiene remedio? Sin duda: tiene remedio. No hay más que ver los resultados de la política del alcalde Giuliani en Nueva York. Cuestión diferente es que dicho remedio sea democráticamente presentable: sospecho que un país que encarcela a sus prisioneros (¿de guerra?) en jaulas puede hacer cosas que a otros les resultan no sólo imposibles en lo legal, sino, sobre todo, en lo moral. ¿Tiene importancia? Hombre, sí, tiene importancia y mucha. Aunque la represión tipo far west de la delincuencia representa un peligro para la democracia, la proliferación e impunidad de dicha delincuencia, que es lo que estamos padeciendo, no representa un peligro antidemocrático menor.

¿Causas? ¿Responsables? Hemos podido leer, y se puede oír en la barra de cualquier bar, que la culpa la tienen los inmigrantes. A veces se aducen hasta datos científicos que van desde listas de delitos imputados a inmigrantes hasta comparaciones entre el porcentaje de población inmigrada y el de reclusos de esta procedencia. No sé: esto me recuerda a cuando los judíos tenían la culpa de la derrota de Alemania en la primera guerra mundial y les hicieron pagar por ello. No digo que estas estadísticas sean incorrectas, sólo que la interpretación de las mismas nos puede conducir a una peligrosa caza de brujas. Porque, a ver si nos entendemos, que muchos delincuentes sean extranjeros no nos permite extraer la cómoda ecuación 'inmigración igual a delincuencia'. Parece mentira que un país de inmigrantes como el nuestro se deje engañar por una trampa tan burda. En los años sesenta, los españoles emigraron millonariamente a Francia y a Alemania: fueron rarísimos los que se convirtieron en delincuentes.

No creo que aquellos inmigrantes españoles fueran mejores humanamente que los que ahora nos llegan. Sí es seguro, en cambio, que llegaron a un sitio mejor preparado para acogerlos. Allí no entraba nadie sin un contrato de trabajo y un pasaporte en regla, sin que la empresa que se había comprometido a contratarles estuviese obligada a procurarles vivienda, sin que sus necesidades sanitarias estuviesen cubiertas. ¿Y aquí? Este es un país liberal, dicen. Así que nadie se ocupó de la gente que venía a cubrir los puestos de trabajo que despreciábamos. Los inmigrantes se tuvieron que hacinar en poblados inhumanos y nadie se enteró. A pesar de todo, por aquellas covachas había que pagar un alquiler abusivo, así que los empresarios (también los patronos del servicio doméstico) les ayudaron a afrontarlo pagándoles la mitad que a los trabajadores españoles y nadie se inmutó. Algunos no se conformaban e intentaron mejorar su nivel de vida, por ejemplo con la venta ambulante, pero los puestos no eran suyos, siempre había una mafia que controlaba el negocio.

Como ven, estos inmigrantes no eran delincuentes, simplemente se acostumbraron a sobrevivir en un mundo al margen de la ley, desde que llegaron a España y no antes. Una minoría, evidentemente, cayó en la delincuencia y se convirtió en tironera o en camello de poca monta: al fin y al cabo, en aquel país soñado, no son actividades raras ni peligrosas. Con todo, no es esta la fuente principal de delincuencia foránea. Estos inmigrantes vinieron porque las cadenas televisivas españolas, que veían en el Norte de África, o la cadena internacional de TVE, que se ve en los Balcanes, les hicieron concebir la esperanza de una vida mejor. O porque las cartas de un familiar que había cruzado el Atlántico y trabajaba en la madre patria convencieron a sus parientes de que aquí podrían abrirse camino. No vinieron para delinquir y, que quede claro, la inmensa mayoría siguen trabajando honradamente, aunque aún sean pobres. Pero otros, que no tenían nada de pobres en sus propios países, vieron cosas diferentes. Vieron en España el país del pelotazo, de los negocios fáciles. También era el país en el que unos absurdos e incomprensibles conflictos de competencias entre policías estatales, autonómicas y municipales hacían llevadero el vivir al margen de la ley. Y pronto se percataron de que era un país en el que la justicia no funcionaba como sería de desear. No me lo invento yo: lo primero lo han proclamado con orgullo suicida algunos políticos de nuestros grandes partidos sin sonrojarse; lo segundo es motivo de reflexión resignada por parte de los responsables policiales; lo tercero es del dominio común. Y entonces, esta gente vino también y, como era rica, se instaló en la millor terreta del món, en urbanizaciones exclusivas del Mediterráneo, donde sólo de vez en cuando había que recoger algún cadáver tiroteado en la puerta. Se pusieron rápidamente de acuerdo con nuestros propios delincuentes de guante blanco y entre unos y otros crearon miles de puestos de trabajo: unos, de esclava sexual, para pobres chicas encerradas en clubs de carretera con la ventana enrejada; otros, de sicario, para matones de poca monta importados de sus países de origen. Como el mercado es libre y la demanda, amplia, muchos empezaron a ejercer por su cuenta. He aquí la historia.

¿Que quién tiene la culpa? La tenemos todos: la avaricia de los empleadores, la indiferencia de los ciudadanos, la desidia de la Administración. Lo que nos pasa no es casual, que no parece pasajero y que resulta muy grave. Algún remedio habrá que poner antes de que el país se nos vaya de las manos. No obstante, dudo que las medidas policiales -necesarias- sean suficientes. Sin un cambio de mentalidad, sin que la gente no comprenda que el enriquecimiento personal no puede ser ilimitado y que el límite lo ponen los derechos de los demás, todo lo que se haga resultará inútil. Tampoco servirá de nada endurecer las leyes si los primeros viveros de violencia son las instituciones educativas. El modelo social vigente, jaleado por algunos programas de televisión, es el de 'toma lo que puedas y no te preocupes de nada'. Que afecte proporcionalmente más a los inmigrantes resulta inevitable, pues este modelo fructifica en el campo abonado de la desestructuración social y ésta, aunque se haya extendido como una epidemia por el conjunto de la sociedad española, la padecen ellos como nadie. Una sociedad que recién acaba de estrenar el sueño europeo de la pluralidad de culturas no puede permitirse el descubrimiento de que vive en un ambiente de sospecha en el que se mira con reticencia a las personas de tez ajena y lengua extraña. Así que tendremos que sacar fuerzas de inteligencia y enderezar el curso de la nave. Porque no nos engañemos: de aquellos polvos, de nuestros propios pecados, vinieron estos lodos.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.

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