Terrorismo en EE UU
Nadie discute que el terrorismo es una forma especial de criminalidad y que toda intervención policial y judicial sobre el mismo presenta particulares dificultades. Ello es debido, entre otras razones, a la complejidad organizativa de los grupos terroristas, a su capacidad intimidatoria y a los violentos y sofisticados métodos que utilizan. Lo cierto es que aun causando un número inferior de víctimas que las producidas por otras actividades delictivas al uso, el impacto que produce en la sociedad es, sin embargo, muy superior. Las distintas razones de ese efecto podrían ser sintetizadas en dos: su objetivo es desestabilizar la vida social, política y económica. Pero, además, el terrorismo pretende destruir el sistema político establecido como medio para alcanzar sus objetivos.
Dicho esto, que es tan evidente que hasta parece una verdad de Perogrullo, me gustaría hacer una consideración complementaria, sin pretender con ello, en modo alguno, restar gravedad al problema. Aunque el término 'terrorismo' fue acuñado durante la Revolución Francesa, el planteamiento que hoy tenemos sobre el terrorismo es tan antiguo como el propio ser humano. Nada nuevo se descubre con el terrorismo moderno que no hubiera sido descubierto ya en su momento con la Mano Negra y con el anarquismo violento del siglo XIX, salvando, lógicamente, las distancias en el tiempo. Del mismo modo, tan perturbadora y lacerante era la Ley de Fugas del general Martínez Anido como los métodos utilizados más recientemente por los GAL en España o la shoot to kill policy en el Ulster; todos ellos han sido clara expresión del terrorismo de Estado. Es decir, como bien señala el Eclesiastés, no hay nada nuevo bajo el sol, ni siquiera en temas tan luctuosos como el terrorismo, que pretende ser el paradigma de la maldad.
Pues bien, la destrucción de las Torres Gemelas el 11 de septiembre del año pasado ha generado una larga serie de preocupantes consecuencias en casi todos los ámbitos. Se han anunciado cambios legislativos y procesales importantes en diferentes países de Europa con objeto de afrontar la amenaza terrorista surgida a raíz del ataque. La Federación Rusa, por su parte, defiende con especial ahínco su controvertida Ley Federal para la Represión del Terrorismo de 3 de julio de 1998. Y los Estados Unidos preparan, o han preparado ya, toda una panoplia de medidas contra el terrorismo, entre las que destacan la implantación de tribunales militares secretos para juzgar a los extranjeros acusados de la susodicha actividad delictiva. La simple idea de la existencia de tribunales militares secretos provoca una inmediata reacción de rechazo en cualquier mente con un mínimo sentido común, o al menos así quiero pensarlo. La decisión de juzgar a Zacarías Moussaoui, primer acusado por los atentados del 11 de septiembre, así como el hecho de que el 51% de los estadounidenses no parece muy proclive a aceptar los tribunales militares secretos (EL PAÍS, 13 de diembre de 2001) son dos indicios esperanzadores de un posible replanteamiento del tema por parte de las autoridades norteamericanas. Aun así, uno de cada cuatro estadounidenses cree incluso que no se actúa con la dureza suficiente (EL PAÍS, 2 de diciembre de 2001). Por su parte, el Tribunal Supremo norteamericano sólo se ha opuesto a este tipo de tribunales cuando la situación bélica determinante de la justicia militar ha dejado de existir. En un caso de 1866, Ex parte Milligan, se sometió a discusión la capacidad del Congreso para autorizar el enjuiciamiento de civiles por tribunales militares en situaciones de emergencia cuando ya había terminado la Guerra de Secesión. El Tribunal Supremo vino a poner de manifiesto que los tribunales militares son inconstitucionales siempre y cuando los órganos judiciales civiles estén en condiciones de funcionar. Más tarde, en 1946, en el caso Duncan versus Kahanamoku, cuando ya había terminado la Segunda Guerra Mundial, el magistrado del Tribunal Supremo Murphy señaló igualmente que el derecho a juicio por jurado, así como el resto de derechos constitucionales de los que disfruta cualquier acusado, son demasiado fundamentales como para que sean sacrificados ante el simple temor de un posible ataque militar.
En aquellos casos decididos durante algún conflicto bélico, la actitud del Tribunal Supremo ha sido la de no inmiscuirse con la jurisdicción militar, evitando con ello interferir en la buena marcha del conflicto. Así sucedió con el caso Ex parte Vallandigham, de 1864, o del asunto Ex parte Quirin, de 1942. Quizás, donde mejor se observó, sin embargo, esa perspectiva no intervensionista fue en una larga serie de casos en los que el Tribunal Supremo admitió la constitucionalidad de las órdenes de internamiento de ciudadanos de origen japonés en campos de concentración sin juicio previo y a causa de su origen, dictadas por la autoridad militar. El caso paradigmático fue Korematsu versus United States, y fue sólo a partir del caso Ex parte Endo cuando el Tribunal Supremo empezó a replantearse su posición inicial.
Tal como acertadamente señala el profesor Clive Walker, la normativa antiterrorista, o de emergencia, debe ser algo así como esa caja de seguridad, conteniendo un extintor, a la que uno recurre exclusivamente cuando hay un incendio. La legislación antiterrorista debería atender, pues, a la estrategia del 'rómpase en caso de incendio' y nada más. Se ha venido hablando, sin embargo, del peligro de que las leyes de naturaleza excepcional y las medidas que las mismas incorporan puedan acabar adquiriendo carta de naturaleza en el seno de la legislación ordinaria. De hecho, España tiene una amplia experiencia al respecto. Recuérdese que no fue especialmente fácil pasar la página del antiguo Tribunal de Orden Público.
En el presente momento, y una vez superado el impacto inicial producido por el evento del 11 de septiembre, es evidente que se está produciendo un planteamiento antiterrorista global en el que se proponen toda suerte de medidas de emergencia. Una de las medidas es el recurso a los tribunales militares ante una situación que ni tan siquiera se asemeja a los conflictos bélicos que históricamente han servido para justificarlos. A mayor abundamiento, ahora se habla de tribunales militares secretos.
Creo que el problema reside en que ese planteamiento global se está produciendo en un momento de 'calentamiento generalizado', si se me permite la expresión, en el que incluso se admite sin tapujos por las propias autoridades que hay que 'dar muerte' o, a lo sumo, 'neutralizar', verbo que no deja de ser un simple eufemismo, a tal o cual individuo. Uno no acierta a comprender dónde está el Estado de derecho o desde cuándo un sistema legal, que se precie de serlo, permite la caza del hombre. Tampoco se comprende el traslado de presos talibanes a Guantánamo en las condiciones que la prensa viene reflejando estos días por más que ante las críticas internacionales se intente desdramatizar lo ocurrido. Tal como están desarrollándose los acontecimientos, no parece que exista demasiada reflexión, o por lo menos la reflexión estrictamente necesaria.
Como decía Marcel Proust, hay convicciones que crean evidencias. Lo que, llegados a este punto, necesitamos no son convicciones apasionadas ni sus consecuentes y prefabricadas evidencias. Lo que necesitamos son buenas dosis de racionalidad en la investigación policial y judicial, no perder de vista la experiencia y, finalmente, comprensión y empatía con el submundo (no acierto a encontrar otra expresión más acertada) cuyo constante proceso degenerativo ha dado lugar a la situación en la que nos encontramos. Pero, como puede colegirse, ése es ya otro tema completamente distinto.
Antonio Vercher es fiscal del Tribunal Supremo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.