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Columna
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¿Nueva casta de funcionarios?

Aunque demorándose en la suerte, el Ejecutivo autonómico anda tejiendo un borrador de ley de régimen de funcionarios y directivos públicos que comporta unas cuantas novedades ciertamente notables y sin duda polémicas. De ahí el cuido o prudencia con que elabora su propuesta y los globos sonda que al parecer suelta para aquilatar la previsible contestación. De todas las aludidas novedades, sobresale la referida a la contratación temporal de ejecutivos, a precios de mercado -o sea, altos- y procedentes del sector privado, para desarrollar determinados programas. Todo a un tiempo, y a modo de justa compensación, se contempla la posibilidad de promover a funcionarios para que desempeñen cargos directivos.

Al margen de las trabas legales y sindicales que este proyecto haya de superar, y admitiendo incluso por tales razones su difícil viabilidad en estos momentos, apostaríamos que acabará siendo una realidad. Cuadra perfectamente con los criterios seudoprivatizadores del PP gobernante y responde asimismo a la necesidad de introducir en el tinglado burocrático cambios que sacudan inercias e ineficiencias seculares. Tanto más cuando la Administración ha de afrontar nuevas tareas de creciente complejidad para las que no dispone a menudo en sus escalafones del personal pertinente. En este aspecto -como en otros- ha de admitirse que la función pública no dispone de los individuos y métodos idóneos. Ni los promueve, si no es con lentitud y pereza.

Por otra parte, esta fórmula ya se aplica en no pocos organismos autónomos y empresas ligadas a la Administración, en las que sus directivos y gerentes han sido fichados en el mercado libre y sus emolumentos -así como sus procedimientos- no son homologables a los que rigen en el austero, pautado y constreñido universo de los funcionarios vitalicios. ¿Qué ganan y cómo trabajan los directores del IVAM, del Museo de las Ciencias, del Teatro de la Opera y de cuantos operan en estos marcos de discrecionalidad y competencia? En definitiva se les juzga por los rendimientos y no tanto por su estatuto laboral y económico, que dicho sea de paso es envidiable y, a veces, un momio.

Se nos dirá que esta innovación abre más si cabe la puerta al favoritismo en cualquiera de sus variantes perversas. La abre, obviamente, pero no más de lo que ya está. Con la ventaja, en lo que a esta opción concierne, de que a un directivo contratado se le despide si incumple los objetivos fijados y públicamente fiscalizados. Algo que casi nunca es factible cuando se trata de un funcionario de los llamados de carrera. A la postre, la garantía de que los nuevos directivos no aumenten la nómina de los inútiles y gravosos es que se sujeten al principio de transparencia que, por desgracia, a fuerza de ser soslayado por los sucesivos gobiernos se ha convertido en una reivindicación política y cívica prioritaria.

Más riesgo se me antoja el que estos ejecutivos, con sueldo y atribu- ciones singulares, acaben convirtiéndose en una nueva casta tecnocrática que colonice y se enseñoree de la Administración, sin otra legitimidad que la delegada por los gobernantes partidarios y la prevalencia que les otorgue una función pública en constante encogimiento. Es un riesgo, no una fatalidad.

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