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Argentina: una resurrección posible

Las imágenes han sido más poderosas que unas argumentaciones pulverizadas por la fuerza de los hechos. Muy a pesar de gurúes y consultores de objetividad cero, Argentina ha quedado instalada en el mundo como la historia de un fracaso muy específico y claro. He aquí un país largamente retratado no sólo como república de la abundancia, sino además como escenario de un experimento singular, uno de esos casos que fascinan y atormentan a los estudiosos. Porque si a partir de 1976 las políticas del régimen de las Fuerzas Armadas inauguraron un feroz endeudamiento externo y pusieron en práctica una formidable transferencia de recursos de los asalariados y de la proverbial pequeña burguesía argentina hacia sectores de poder concentrados y rentísticos, fueron las vocingleras mayorías electorales del peronismo las que instalaron y conservaron en el poder, de manera legal y legítima, al régimen de Carlos Menem, que aplicó, no más comenzar su Gobierno, un colosal cambio de rumbo, colocando al país en la órbita de un capitalismo de mercado sin atenuantes.

Muchos de los argentinos que con los recientes cacerolazos han enriquecido el moderno lenguaje político con otra creación (al fin de cuentas, el término desaparecido, como el de sus madres en lucha, fue acuñado en Buenos Aires, así como la palabra escraches, para designar a las manifestaciones de censura social a protagonistas de la represión), ya en 1995 habían votado las políticas que ahora acaban de fracasar ruidosamente. Ese año reeligieron a Menem, cuya llegada al poder en 1989 desde una plataforma populista y confusa había precedido a su vez una abrupta modificación del curso nacional, que desembocó en las estrategias de la llamada reforma económica, decisivo período de la historia que cambió la faz del país.

Pero lo que las televisiones del mundo han mostrado a partir de las trágicas jornadas de diciembre, cuando el Gobierno democrático de Fernando de la Rúa se cayó a pedazos, es un escenario apocalíptico y especialmente angustiante, la foto de una sociedad quebrada y en estado de paroxismo agudo, un país que suscita en las capitales del mundo rico una mezcla de piedad y espanto. Puñados de habitantes del Gran Buenos Aires liados a puñetazos en medio del tropical calor de diciembre para disputarse bolsas de comida, mientras grupos de marginales suburbanos destrozaban y saqueaban pequeños comercios de humildes propietarios que en minutos perdían los bienes de toda una vida.

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Imposible, por consiguiente, explicar el estallido argentino en clave unidimensional. Hay una secuencia que debe ser recuperada desde el análisis y que, por de pronto, arranca en diciembre de 1983, cuando Raúl Alfonsín asume la presidencia de Argentina, sostenido en un demoledor 52% de los votos, pero llevado al poder básicamente por esa clase media que viene jugando papeles decisivos de su historia hace más de medio siglo.

El país que se reconoce en Alfonsín y al que este carismático político representaba en aquellos años venía de la larga noche militar y de la vergüenza profunda de la derrota de la guerra de las Malvinas con el Reino Unido. Las claves de la sociedad eran libertad, oxígeno, debate, estado de derecho, garantías, ley. Fue un romance y fue una suerte de alianza. El radicalismo podía sostener esos equilibrios hasta un cierto punto no demasiado ambicioso, porque los ríos subterráneos arrastraban ya las consecuencias de los cambios telúricos producidos por el régimen militar, no sólo porque los históricos juicios a las juntas castrenses (episodio sin antecedentes en el mundo) dejaron unos sedimentos recalcitrantes, sino porque a la estallada estructura del viejo Estado de bienestar ya no había con qué sostenerla.

Mientras los tradicionales sindicatos justicialistas le hacían la vida imposible al prolijo radicalismo de Alfonsín, con 13 huelgas generales en menos de seis años, que se sumaron a dos conatos de golpe militar de los carapintada y al demencial asalto armado a una unidad militar perpetrado por una patrulla perdida de la ultraizquierda setentista, el humor social de quienes siguen haciendo la historia en la macrocefálica área metropolitana de Buenos Aires fue cambiando. Tampoco fue Alfonsín fue inocente, ni mucho menos: su saludable pero irrefrenable tendencia a negociar hasta el exceso para preservar instituciones y ritos republicanos contribuyó en no pequeña medida a que mermara su propia credibilidad y capacidad de convocatoria en nutridos sectores sociales, que terminaron viendo en su ejercicio casi florentino de la política una delgadez de principios preocupante.

Tras el marasmo alfonsinista llegó Menem al Gobierno y durante muchos años se le toleraron muchas cosas. Aquel sesgo elegante y europeo de una clase media que amaba ver en Alfonsín esa mezcla criolla de Felipe González y Olof Palme habría de trastornarse. Ambiguo y seductor, el caudillo provincial peronista apeló a unas esencias muy reales y muy poderosas que emergieron a la superficie argentina y sentaron las bases de un nuevo contrato.

Peronista de unas relatividades morales asombrosas, Menem propuso a los argentinos un pacto fáustico memorable. Diez años más tarde, además de la decrepitud ética que acentuó las bancarrotas provenientes de los años dictatoriales de 1976 a 1983, el Gobierno justicialista dejó un país que había privatizado todas sus empresas estatales, abierto de manera lunática su comercio a la invasión importadora y desregulado la economía de manera tan abusiva que el Estado quedó inerme para proteger aspectos elementales del interés público. Aquella política de Menem, que anchos sectores sociales acompañaban o toleraban, giraba en derredor de una componente que explica las furias de hoy.

Al cancelar de manera quirúrgica la inflación que devino colapso en 1989-1991, Menem construyó para esa voluble burguesía cosmopolita un poder adquisitivo fenomenal, una burbuja tóxica y, sin embargo, poderosa que empezaría a derrumbarse después que De la Rúa iniciara su mandato en 1999.

Otro contrato social: de nuevo la clase media -como en 1983 con Alfonsín y en 1989 y 1995 con Menem- movía el fiel de la balanza, exhibiendo ahora su preocupación pragmáticamente ética por la cleptocracia instalada en la década justicialista. No quería problemas: De la Rúa era el hombre, pero sólo a cambio de que un peso siguiera comprando un dólar y que, por consiguiente, en cualquier comercio del país se pudieran adquirir golosinas alemanas, cortadoras de césped de Taiwán, muebles de Tailandia y preservativos de Corea del Sur. Un vacío importante se haría cada vez más manifiesto. Lo que los estudiosos europeos suelen denominar sociedad civil ha sido en Argentina una masa social alternativamente bárbara y virtuosa, dispuesta y mezquina, elevada y ruin, lúcida e intoxicada.

No puede decirse que el estallido antipolítico que arrastró a De la Rúa haya sido mero producto de la proverbial frivolidad de aquella burguesía culta y atractiva tan famosa por su singularidad. Pero es evidente que las convergencias ideales de los primeros años ochenta, aquel mundo socialdemócrata y benévolo que la caída del comunismo terminaría de archivar, ya eran imposibles en Argentina al terminar los noventa. Hubo poca paciencia con el débil y menesteroso Gobierno de De la Rúa. Es cierto que los jefes peronistas del insondable mundo suburbano donde se motorizó la pueblada de diciembre respondían a unas decisiones y a un mandato que ya eran irresistibles. Operaban no sólo sobre la base de la ineficacia y la vulnerabilidad del Gobierno radical, sino también a partir de la frivolidad cívica y la impaciencia regresiva de unas clases comprometidas sólo con su patrimonio. También es indiscutible que De la Rúa gobernó de espaldas a su propio partido, la Unión Cívica Radical, y pareció entusiasmarse con su soledad cuando en octubre de 2000 le abandonó el mercurial vicepresidente Carlos Chacho Álvarez, que desde entonces se refugió en su vida privada. Distanciado de los dos partidos de la Alianza, la coalición que supuestamente gobernaba Argentina, el presidente De la Rúa se quedó sólo, a la espera de su final.

Tras la pesadilla que arrastró el fantasmagórico Gobierno de Rodríguez Saá, lo que arrancó el 1° de enero es imprevisible y, sin embargo, infinitamente más real que lo hasta ahora vivido. Aun cuando algunos sectores en Europa prefieren seguir viendo a Argentina como una comarca polvorienta donde los indígenas se arrebatan a patadas las migajas de una supuesta ayuda mundial, este desgraciado y fascinante país muestra por lo menos dos conclusiones más importantes y dignas de ser anotadas.

Estalló de modo obsceno un mito ideológico que revela la rigidez del dogma neoliberal. También se hizo evidente la delgadez de las convicciones cívicas de una sociedad que, además de sufrir el tremendo legado de toda una generación hoy ausente por la matanza física y cultural de la dictadura militar, reacciona ahora con un inmediatismo formidable por su espontaneidad reivindicativa, pero demasiado oscurecido por el empobrecimiento material e ideal de estos años. Una peligrosa pendiente, un callejón en el que la salida deviene catarsis y la solución se equipara a un desierto de variados nihilismos.

Sobre este teatro de desasosiego y esperanza se levanta el caso del Gobierno de Eduardo Duhalde, ese hombre de pequeña estatura y cráneo voluminoso que hipotéticamente podría ser la improbable apuesta de un destino hasta ahora desatinado para que Argentina imagine una resurrección perfectamente posible.

Pepe Eliaschev es periodista y analista político argentino.

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