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Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Despedida de gran actor en las profundidades de una noche de amor

Yo no era amigo de Adolfo Marsillach. Quiero decir que no había entre nosotros ese grado de intimidad que necesita la amistad. Sin embargo, y sin tener nunca la impresión de pertenecer a distintas generaciones, manteníamos una episódica pero sincera relación de fraternidad, que a veces, excepcionalmente, se produce en este gremio nuestro, y de un modo aún más excepcional se mantiene incólume a través de los años. Y si recuerdo bien, le conocí personalmente -antes, por supuesto, como actor- en 1973.

La profunda pena que me ha producido la noticia de su muerte y la comprensible urgencia periodística me conducen irremediablemente a recordar, como lo haremos todos, y por si alguien no lo supiera o lo hubiera olvidado, que era un hombre de teatro, o si se quiere, del espectáculo en su acepción más amplia. Actor, escritor, director de escena, de teatros, guionista en teatro, cine, televisión... Sin olvidar que su curiosidad le llevó a meterse en otros terrenos: como comentarista mordaz en periodismo, responsable cultural en política, conversador cáustico y divertido...

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Adolfo Marsillach era, sobre todo, un hombre curioso y un hombre inteligente, que ejerció además esa inteligencia. Y convendría hablar de su muerte inteligentemente. Si alguien era consciente de su propia muerte era él. Y si aún pudiera oírme, le diría que podía morirse tranquilo: cumplió con las tres máximas. Tuvo hijos y escribió libros, y sin poseer bosques, plantó más de un árbol, de los cuales era un gran amante. Precisamente en sus memorias, 'su libro', escritas con la lucidez que proporciona el conocimiento concreto de los límites, nos deja Adolfo la imagen precisa que él quería dejarnos de sus distintos perfiles, humanos o profesionales. No deberíamos añadir nada más. Sólo una cosa se le escapó: ese algo indefinible, mítico y familiar que sólo producen los grandes actores, y que él no podía sentir de sí mismo. Gracias a algunos de esos momentos de verdadera grandeza, uno ha tenido la impresión de haber visto, no sólo caminar o hablar, sino pensar y sentir, a Ramón y Cajal, Tartufo, el marqués de Sade o Sócrates.

Con un sentido muy púdico de la elegancia, no ha muerto -creo que le hubiera horrorizado- encima de un escenario. Su último proyecto artístico le devolvió al punto de partida, al oficio de actor de teatro, que ejerció siempre también con gran inteligencia, y por el que había sentido un irrefrenable 'pánico escénico' durante muchos años. Y lo hizo con un personaje que no resume todas sus vidas, pero sí tal vez algunas: un intelectual, tan inteligente como cínico, vestido de esmoquin, sumido junto a su mujer, Nuria Espert, en el escenario, en las profundidades de una noche de amor de ésas en que, para bien, o para mal, como diría un tanguero, apuran, cuando hay vida, hasta el último recodo del laberinto. Despedida de gran actor y de hombre inteligente. Yo creo que hay que sacarlo a hombros.

Lluís Pasqual es director de escena.

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