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Tribuna
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Las palabras y los gestos

Era un gran escritor. Un gran hombre. Así hay que empezar siempre, decía un socorrista de la Cruz Roja. El parche antes de la herida. Pero resulta sofocante, en cierto modo, el alud de elogios en el día de su muerte. ¿Que murió con un ademán impasible, sin mover ni un músculo de la cara? Esa afirmación, ridícula e intrascendente, nada añade a un prestigio fundado tanto en las palabras como en los gestos.

¿Cómo murió Luis Martín- Santos, dando gritos, quejándose con un hilo de voz? ¿Cómo murió Juan Benet, perdido en un laberinto, viendo desfilar los fantasmas de España detrás de una catarata de lágrimas o de caspa o de piedad? Resulta sofocante el alud de elogios. Hoy he leído que Arrabal, junto con dos de sus amigos prestigiosos, consideraba a Cela el más grande escritor vivo universal. Quiero pensar que el dolor, seguramente, hace delirar. ¿Qué impulsa o qué sostiene tanta unanimidad? ¿El Nobel? ¿Son las hordas de Benavente que vuelven con muletas del olvido? Tanta unanimidad, francamente, asquea. Tanto crítico literario improvisado, tanto universitario mediocre, tanto funcionariado suelto.

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Ni siquiera Cela, que tantas cosas hizo, y que algunas, quiero creer, las hizo solo y bien, se merece algo así. Ningún escritor de verdad se merece algo así. La literatura, al contrario que la muerte, vive en la intemperie, en la desprotección, lejos de los gobiernos y de las leyes, salvo la ley de la literatura que sólo los mejores entre los mejores son capaces de romper. Y entonces ya no existe la literatura, sino el ejemplo.

Entre el macho anciano y el caballero perplejo, entre el Dalí entrado en carnes y el académico inmóvil, entre el hombre que ganó todos los premios y el tipo que despreció olímpicamente a todos los maricones, hay un hueco secreto para el mejor Cela, uno de los mejores prosistas, en plural, de la España de la segunda mitad del siglo XX, un ser humano feliz con Marina, un tipo peligrosamente parecido a nosotros.

Roberto Bolaño es escritor.

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