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Tribuna
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Píldora

Contó EL PAÍS cómo se popularizó en Estados Unidos la llamada 'píldora de la timidez'. Se trata de un antidepresivo que ya entonces era muy conocido en España y en Europa, pero que en USA gozaba de una popularidad menor que otros productos afines. Una apabullante campaña publicitaria convirtió al dichoso medicamento en el mejor remedio contra el síndrome de ansiedad social, una variedad degenerativa de la timidez. Divulgados los síntomas, muchos estadounidenses creyeron que la cosa iba con ellos y aquel producto, que no tenía nada de nuevo, se convirtió en un medicamento estrella. Surgida la enfermedad, surgido el fármaco; pero en algunos casos puede ser al revés, al menos hasta cierto punto: surgido el fármaco, surgida la enfermedad. Las fobias existen y yo mismo tuve una vecina que no cogería un ascensor así la partiera un rayo, no por miedo a que el chisme se desfondara o se detuviera, sino por terror a un pequeño espacio cerrado. El invento consiste en hacer creer a muchos que sufren de un mal sin saberlo.

No abordaré la vieja cuestión del mérito sino sólo la no menos vieja de las necesidades. Nadie discutirá las primarias: comida, vestido, techo, atención sanitaria y escuela. Pero si aquí ya empieza el lío (al menos la mitad de las viviendas no merecen tal nombre y así con todo lo demás) qué será con el resto del consumo. Sobre todo, cuando la necesidad la crea el mercado y la define por el mero hecho de crearla. Pues el mercado no tiene ni idea de lo que es una necesidad y maldito si le importa. Las ideas van surgiendo anárquicamente, unas se desestiman, otras no, siempre en función de cálculos económicos. Toda la estética hippy cayó gratis et amore en las garras del mercado y tuvo hijos y nietos y ahí están. El mercado no sólo se desentiende de lo que no da dinero, sino que ni siquiera entiende lo que podría darlo sin mengua económica y con un poco de planificación. Pero hemos dejado en sus manos el concepto de bienestar e incluso el de necesidad. De este modo, otra cosa no, pero el mundo es una olla de grillos. El capitalismo ha sido incapaz de establecer una estructura global de la demanda, no ha forjado una comunidad de intereses, cada uno va por su lado. Pero no es mi intención abundar en este asunto, que me reservo acaso para otro artículo. Si Dios quiere, siempre si Dios quiere.

La gran industria, sin que la farmacéutica sea una excepción, no actúa ideológicamente sobre las condiciones objetivas, no está para orientar el cambio social. No obstante, para llegar exitosamente al mercado hay que producir opiniones debidamente contextualizadas. No siempre, claro está. Un producto contra el cáncer y, errores o juego sucio aparte, tiene aceptación en todo tiempo y en todo lugar, aunque no está al alcance de todos los bolsillos. Pero de multitud de otros productos, presuntamente inocuos en el peor de los casos, sólo puede decirse a ciencia cierta que contribuyen a crear un estado de paranoia social. A mayor abundamiento, allí donde deberían llegar no llegan, pues baratos como son, no lo son tanto que puedan ser incorporados a la magra dieta de la más numerosa fracción de la humanidad.

Sabido es que el exceso de una determinada vitamina -aunque sea del grupo de las hidrosolubles- puede causar graves daños, incluso la muerte. Menos conocida por los expertos es, sin embargo, la repercusión total sobre la salud de la vasta clientela de un consumo indiscriminado de suplementos vitamínicos. El veredicto no contaminado dice que una ingesta equilibrada de alimentos hace innecesaria la adición de vitaminas o minerales, salvo en casos muy precisos. Pero no es esa la opinión prevalente, y si no lo es, se debe a que la publicidad directa e indirecta contraria a la misma, domina el cotarro. El mercado es el gran censor de la ciencia, entre otras razones, porque la ciencia misma -o mejor dicho, ciertos científicos- tampoco es insensible a la seducción del mercado. Podríamos citar docenas de casos que serían chuscos de no ser más o menos trágicos. Las nueces son un bálsamo para el corazón, nos demostraron hace años, con una batería de experimentos y datos científicos, desde zona de nogales. Lagarto, lagarto. Cabe preguntarse si el desprestigio en que cayó el aceite de oliva (fuente de colesterol, se dijo) fue fruto de una investigación que llamaremos piadosamente frívola. Cabe preguntarse tantas cosas y no la menor de ellas, la referida a la investigación científica. Por supuesto, abunda el camelo y abunda la mala fe del mercado. Ahora resulta que hay más genes de los previstos en la famosa declaración universal del genoma y que la inmortalidad no está a la vuelta de la esquina, aunque sí el parcheo. ¿Tiene esto algo que ver con la cotización bursátil de ciertas acciones?

¿De modo que hemos ganado un palmo de jurisdicción sobre la muerte? Por supuesto, hago total abstracción de los países dejados de la mano de Dios. (Encima, cruel e irresponsable ironía, se le traspasa a Dios la culpa del gran genocidio). Pero no está claro que haya cambiado mucho, sí algo y de modo positivo, la relación del ser humano con su vejez y su muerte. Antaño comprimían las estaciones de la vida y parece ser que lo hacían con toda naturalidad. Esposa a los 14 años, madre a los 15. Erasmo se felicitaba de haber alcanzado la provecta edad de 60 años, y era consenso unánime que Don Quijote, a los 50 años, era un hombre viejo. En cuanto a la muerte, a fuerza de verle el rostro, infundía menos temor que hoy. En aquellos tiempos lo accidental era la vida, mientras que ahora se han empeñado, a cambio de pingües beneficios, en hacernos creer que lo contingente es la muerte. Si lectores protestan, les recordaré amablemente que los seres humanos somos muy proclives a juzgar el pasado y el futuro con el sistema de valores del presente. La verdad es, sin embargo que nada más subjetivo que el tiempo. Me permito citar una para mí muy instructiva experiencia personal: empecé tarde a escribir artículos, pero a los dos años (más o menos) de hacerlo miraba atrás y me parecía no haber hecho otra cosa en toda mi vida. Durante 50 años, Alonso Quijano no hizo más que leer y cazar conejos y liebres. Entonces se convirtió en Don Quijote y en pocos meses dio en la fosa. Y por esos meses le conocemos.

Vitamina E contra los radicales libres que nos envejecen y matan. Atiborrémonos de avellanas, girasol, aceite. Hagan juego, señores.

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Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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