Los euros fantasma
Todo cambia, incluido el lenguaje; el tiempo corre y las palabras nuevas crecen en nosotros como amapolas al lado de una autopista. Hace poco, fueron palabras como clonación, Internet o euroescéptico, y, ahora, acaba de ocurrir con la palabra euro, que ha llegado a nuestras vidas en plan ciclón, las ha colonizado y se ha convertido en su eje: al fin y al cabo, euro es el nombre de la moneda que hay dentro de las barras de pan, los billetes de autobús, el recibo del gas y los besugos que se venden en las pescaderías.
Sin embargo, en el mundo hay también otros besugos, hay besugos-locutora, besugos-cantautor, besugos-alcalde y hasta besugos-vicepresidente primero, y, en consecuencia, junto a los euros acaban de nacer en Madrid los euros-fantasma. Hasta hoy, conocíamos los goles-fantasma, ya saben, como el que le robaron al incomprendido Guti, bendito sea, en el Real Madrid-Rayo Vallecano del martes: la pelota cruza la línea de meta, pero el árbitro no lo ve claro y el gol no sube al marcador. Pues en el Ayuntamiento de Madrid ha ocurrido lo mismo, sólo que en lugar de goles lo que, al parecer, han desaparecido son euros, seis resplandecientes millones de euros que llegaron de la Unión Europea, que el Instituto Municipal para el Empleo y la Formación Empresarial (IMEFE) debía destinar a la formación de personas en paro y que se han perdido en las tinieblas, como un tesoro devorado por un dragón.
La Unidad Administradora del Fondo Social Europeo, que ha investigado el asunto, exige la devolución de los seis millones de euros; y otras fuentes afirman que el Ayuntamiento de José María Álvarez del Manzano adjudicó, más o menos a dedo, la organización de los cursos a empresas afines. Ya saben, afín es aquel que se cobija en las mismas banderas o aquel cuyos riñones siempre se doblan del lado del poder, igual que bisagras bien engrasadas. Con esos seis millones de euros, el Ayuntamiento de Madrid se convirtió en algo parecido a las casas embrujadas de las películas de serie B, una de esas casas con una fortuna familiar enterrada en el sótano y en las que el suelo se hunde, las cañerías hablan, las puertas se cierran y se abren solas y los inquilinos se vuelven chiflados. De uno u otro modo, los afines cobraron por impartir cursos que nunca se impartieron, los libros de registro se llenaron de gastos sin ninguna factura que los pruebe e, incluso, se abonaron sueldos y nóminas a profesores que nunca fueron contratados, toda una legión de seres transparentes que daban clases en aulas invisibles y a través de los cuales pasó el dinero como por arte de magia, cualquiera sabe con qué destino. Hombre, uno pensaba que el PP se refería a otra cosa cuando hablaba de la transparencia pero, por lo visto, uno estaba equivocado. La fe mueve montañas, pero la buena fe ciega y confunde a los tontos.
Ahora, el Ayuntamiento tendrá que devolver los seis millones de euros a la UE, pero, por encima de todo, debería darle una explicación urgente a los ciudadanos, una explicación que vaya más allá del recurso habitual del PP cuando se enfrenta a irregularidades financieras, escándalos políticos o graves casos de corrupción, ese recurso que consiste en intentar girar el ventilador hacia el pasado, hacia el PSOE, hacia Luis Roldán o Juan Guerra, hacia los medios de comunicación o hacia lo que sea, con tal de no despeinarse ellos.
En realidad, el de los seis millones de euros y los cursos-fantasma es un asunto sombrío, tan sucio y lleno de posibles mordeduras como el agua estancada de un pantano, porque sitúa a los mandamases del Ayuntamiento de Madrid, por dejadez o por falta de vergüenza, en el peor nivel al que puede llegar un gestor político: ese nivel bajo cero en el que el poder sirve, justamente, para perjudicar a los ciudadanos más desfavorecidos, los que más necesitan del apoyo de las instituciones, aquellos a quienes suelen ir dirigidas las promesas electorales más rotundas, esas que se hacen con palabras de seis sílabas, que llenan de aire los pulmones de los candidatos y consiguen que suenen las palmas y ondeen las banderas. Eso es lo que tiene que explicar, ya mismo, el alcalde: ¿Qué ha sido? ¿dejadez o falta de vergüenza? Tenemos derecho a saber si estamos ante una pequeña estupidez o ante un gran delito.
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