¿Nacionalismo o más Europa?
La decisión de Aznar de vetar, sabotear o diluir cualquier propuesta de participación de las regiones en el gobierno de la Unión Europea, tal como se ha podido comprobar en la última cumbre de Laeken, ha servido para confirmar la vocación histórica de la derecha española por el centralismo más absoluto. La misma que les ha llevado a creer toda la vida que la Administración central -los ministerios, para entendernos- es el Estado, y los ayuntamientos y las autonomías no pasan de ser simples organismos desconcentrados o delegados y, en cualquier caso, subordinados.
La creación del Estado moderno en España ha sido un proceso tan largo y precario, y tan mal hecho, que no es de extrañar que, en un típico movimiento de vaivén histórico, se vele celosamente por la unidad y se persiga, lo que aún es más difícil, la uniformidad. En el proceso se ha creado un nacionalismo de nuevo cuño, típicamente decimonónico, que se identifica con lo castizo, lo católico y lo fetén, con un corazón que late en las cercanías del Dios Guarde a Vd. muchos años. Muchos de los que rechazan, en nombre de un sincero liberalismo, un nacionalismo regional vienen a caer en brazos de ese otro nacionalismo, el nacional, no menos excluyente.
'Se confirma la vocación histórica de la derecha española por el centralismo absoluto'
Cada cierto tiempo, como sucede con las leyes, hay que refundir y refundar el mensaje nacionalista, a fin de poner nuevas puertas al campo. Estamos ahora precisamente atravesando una de esas etapas hasta el punto de que, sin exagerar nada en absoluto, se puede asegurar que de haber estado el señor Aznar en el poder en 1978, la Constitución española hubiera sido radicalmente distinta, y las autonomías, tal como hoy las conocemos, simplemente no existirían. El proceso involutivo me recuerda al que se produjo en la Iglesia católica después del último Concilio Vaticano, cuando los que detentaban el poder pensaron que se había ido demasiado lejos e intentaron, y consiguieron, recuperar el terreno perdido para volver a lo de siempre.
El nuevo nacionalismo se llama 'patriotismo constitucional', y no tiene nada que ver con la idea que lanzara hace unos años el partido socialista. Éste procede de las más rancias esencias de la derecha de toda la vida y está al servicio de unos intereses concretos, los de una capital (Madrid) que concentra cada año más poder administrativo y económico -hasta los catalanes se han quejado-, poder que se apodera abusivamente de la idea de España -una España que se está quedando vacía en sus tres cuartas partes- y que identifica como amenaza no sólo los pequeños nacionalismos regionales sino también toda construcción europea entendida como poder federal. Frente a esta idea no ha surgido adversario más sistemático y embravecido que el señor Aznar.
Incluso los jacobinos franceses, tradicionales enemigos de todo lo que huela a veleidad internacionalista, han sido rebasados por este discípulo aventajado. Y es que, después de haber deshecho la conjura separatista en nombre de un mundo que se va haciendo cada vez más pequeño, ahora ese mundo se le ha convertido en una amenaza aún mayor. Aquello era separatismo anacrónico, esto es globalización sin raíces o liberalismo desalmado. Un mundo en el que la proyección exterior de su España eterna -a pesar de denodados esfuerzos del señor Aznar por seguir los pasos de Felipe González y convertirse en un auténtico hombre de estado- no deja de ser homeopática.
La Declaración de Laeken atribuye a Europa un papel protagonista en la gestión de la globalización y le concede un papel más activo en competencias tan variadas como las del empleo, la justicia, la contaminación, la seguridad en la alimentación, los asuntos exteriores y la defensa, etc. Y aunque se asegure que 'las diferencias regionales y nacionales pueden resultar enriquecedoras' (es decir, no se está seguro de que lo sean), lo que los ciudadanos demandan es más Europa en todos los órdenes. Utilizando como arma y argumento un peligroso principio, el de subsidiariedad, un argumento que puede crearle muchos más problemas al patriotismo constitucional que al nacionalismo periférico.
No olvidemos lo que decía hace muchos años Daniel Bell: el problema de los estados nacionales es que son demasiado grandes para los problemas pequeños y demasiado pequeños para los problemas grandes. Otro liberal, Antonio Garrigues Walker, un personaje más allá de toda sospecha, asegura que la creación de un gran estado europeo irá diluyendo poco a poco las viejas fronteras de los estados, y a los propios estados. Si la declaración de Laeken, que anuncia que la unificación de Europa es inminente, se ve confirmada por los hechos, el Madrid rompeolas de las Españas tiene sus días contados. A este paso, no nos extrañaría nada que cuando el BBVA traslade su sede central, no sea para llevarla de Bilbao a Madrid, sino a Francfurt. Al fin y al cabo, Madrid debería prepararse con calma para ser de nuevo una ciudad de provincias (con la capital en Bruselas), con el acogedor encanto que las mismas tienen: tranquilidad, avenidas peatonales (la Castellana, sin ir más lejos), y cascos históricos bien conservados.
A pesar de las reticencias nacionales, el final de la guerra fría y la mundialización demandan la entrada en escena de un nuevo actor, una Europa que asuma su papel de potencia mundial con todas sus consecuencias, en lugar de seguir siendo un mero testigo de lo que hacen los Estados Unidos, interesados aliados en sacarle las castañas del fuego.
Tras la guerra de Afganistán se ha desvanecido toda esperanza de que los Estados Unidos hayan aprendido la lección que parecía deducirse de los acontecimientos de septiembre: que no pueden ir por el mundo sólos. El papel jugado por Europa en esta crisis, tan subalterno, confirma que nada ha cambiado, y que Europa tiene que prepararse para tener su propia voz en los asuntos mundiales. Lo cual es incompatible con una Europa organizada sobre la base de los estados nacionales. Está claro que los europeos tenemos un problema con el nacionalismo. El nacionalismo del señor Aznar, entre otros.
Antxon Perez de Calleja es economista.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.