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Columna
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Juguetes

Cuando crecemos, nuestras ambiciones son de largo recorrido y necesitan años y kilómetros y carreteras inacabables para llegar a cumplirse; en la niñez, por el contrario, las aspiraciones del cuerpo y del alma caben en las doce horas de una sola noche. De pequeño, yo relegaba todos mis deseos a la noche del 5 de enero: los juguetes que divisaba en los escaparates, los tebeos que conseguía hojear apenas en los estantes de un hipermercado, incluso los viajes imposibles prometidos por las películas o las series de televisión. La realidad siempre resultaba notablemente más pobre que ese primer impulso que nos aceleraba el corazón y nos hacía meternos en la cama a pesar de lo temprano de la hora, que nos llevaba los primeros anticipos del insomnio adulto a través del minucioso inventario de deseos y esperanzas. Entonces cada objeto constituía un fetiche, y se prolongaba más allá de él en una nube de significados y promesas ocultos. Aceptábamos la ubicuidad de los Reyes Magos en todas las ciudades y pueblos del país como aceptábamos la persona trina y una de Dios que nos inculcaba el maestro de religión: con el mismo entusiasmo con el que suponíamos que nuestros muñecos estaban vivos de algún modo oscuro y no se limitaban a ser meros moldes de plástico con narices implantadas en serie. A la mañana soleada que seguía a aquella noche, corríamos agotados y felices a casa de los vecinos o los abuelos que todavía estaban vivos, con las espadas de plástico, los aviones de combate, los extraterrestres belicosos y feos que ya no nos abandonarían ni en la mesa del almuerzo, que llegarían a bucear en el plato de la sopa si no teníamos cuidado y aparecerían una semana más tarde en el último rincón de la cama, bajo las mantas.

Esta mañana de Reyes en que los entusiasmos se han vuelto más dóciles y civilizados me detengo junto a una tienda de juguetes antiguos, en la plaza de San Francisco de Sevilla. Hay una señorita de cartón y esmalte con un ojo perdido en el vacío, una grúa con artritis que hace mucho tiempo que no recoge nada. No soy lo que se puede llamar un anciano, pero la inspección a los vehículos y uniformes que pueblan el escaparate me echa años y años sobre la coronilla, como si me enterraran en una pila de basura de la que es difícil huir: hace tanto tiempo que yo compartía mis tardes con esos seres sintéticos, antes de los carnés de identidad y las hipotecas, antes de la existencia del examen de selectividad, de Cortázar y de Praga, que mi vida parece haberse dilatado igual que un órgano enfermo. Siento nostalgia y aprecio por mis viejos muñecos, compañeros de guerras interestelares o safaris por el pasillo de casa que ahora deben de ser tazas de sobremesa o carcasas para televisores, sublimados por las trituradoras de basura y ascendidos en la escala de las cosas. Desde la vitrina, un vetusto soldado con casaca me llama con la quietud de sus ojos pintados, proponiéndome aventuras entre selvas y montes que tenían el tamaño de los aparadores del salón. Me asalta un amor profundo por ese muñeco que languidece tras el cristal de la tienda, y me acuerdo de un hermoso verso del poeta checo Jaroslav Seifert: amo tanto los objetos porque todo el mundo los trata como si no estuviesen vivos.

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