Constitución y conflicto vasco
La política es la gestión y la defensa de la convivencia. Está claro que ello implica la existencia de conflictos. Sin embargo, hay una diferencia fundamental cuando se señala, como es en el caso vasco, que hay un 'conflicto' específicamente distinto, tan determinante que su solución es previa al sistema de legalidad. Pero en política siempre hay conflictos, nunca hay 'uno', sino varios, y la acción política consiste en identificarlos e ir resolviéndolos, dentro de las reglas de juego establecidas, y no fuera de ellas. Sobre el conflicto vasco, una diferencia fundamental es la que se plantea entre quienes aceptan que ese conflicto, como todos los demás, debe resolverse según las reglas de juego antes consensuadas y establecidas como reglas de derecho y aquellos que, para resolverlo, quieren romper las reglas antes establecidas.
El marco de la convivencia es la democracia. Pero la democracia no consiste solamente en la proclamación de unos valores. Es también un sistema de gobierno, lo que supone la busca de una estabilidad. La tensión entre mantenimiento de lo establecido y dinámica de cambio es consustancial a un sistema democrático. Si se han solucionado aceptablemente conflictos anteriores de convivencia, si el sometimiento a una nueva dinámica de cambio iba a suscitar la resurrección de viejos demonios, las razones para dar estabilidad a lo establecido son mayores que las que proponen el cambio. La política democrática implica el respeto a las mayorías, pero también el respeto a lo pactado como fórmula de convivencia. La Constitución da fe de que el Estado está constituido. Pues bien, una vez constituido, una exigencia técnica de la política es 'mantenere lo stato', esto es, asegurarse la estabilidad.
Una Constitución puede modificarse, pero es la propia Constitución la que establece las reglas de su propia modificación. Lo contrario, esto es, suponer que la modificación está justificada simplemente recurriendo a nuevos procedimientos de apelación a la mayoría, es un acto de ruptura del pacto constitucional, un acto de rebeldía, pero no contra un sistema autoritario, sino contra un sistema constitucional, esto es, democrático. Cualquier modificación de la Constitución debe seguir así un procedimiento jurídico. Pero, dejando aparte la perspectiva jurídica del procedimiento de modificación, las razones para modificar el pacto constitucional son algo distinto del procedimiento que hay que seguir. Debemos entender que, para denunciar el pacto constitucional en lugar de acatarlo, para promover el cambio en lugar de prestar fidelidad a lo pactado, es preciso que existan razones políticas suficientes. Mientras siga siendo eficaz la norma consensuada en la Constitución y el Estatuto para resolver el problema de la convivencia entre ciudadanos divididos por su ideología nacional, mientras sea previsible que la alteración del pacto vaya a ocasionar más perjuicios que beneficios, se impone la conservación del pacto constitucional.
Salvo que distorsionemos el alcance de los términos, no hay una confrontación entre constitucionalistas, por una parte, y soberanistas o autodeterministas, por otra. Porque no cabe decir que los que defienden el mantenimiento del pacto constitucional no sean soberanistas o autodeterministas. Lo son, dentro de lo que pactaron en la Constitución, pues toda Constitución democrática es una formulación sobre soberanía y sobre autodeterminación. Es una trampa dialéctica reservarse los nacionalistas el calificativo de soberanistas y autodeterministas, que son términos que pretenden tener una connotación positiva, y negárselo a los que mantienen la fidelidad al pacto constitucional.
En estas circunstancias, las reivindicaciones nacionalistas cometen varios desafueros o deslealtades:
En primer lugar, denuncian el Pacto constitucional-estatutario, lo que supone una ruptura del modo como se ha pactado la estabilidad del Estado. No es que la Constitución no pueda modificarse. Es que, en primer lugar, la modificación que altera la misma estructura del Estado constituido debe ser mucho más excepcional que aquella que lleva a retoques para fortalecer su función; en segundo lugar, que la modificación no puede presentarse como una ruptura del pacto, sino como un procedimiento abierto en el propio pacto constitucional. Es desde el cumplimiento del consenso establecido, y no desde su denuncia, como puede plantearse la oportunidad de su eventual modificación.
Las reivindicaciones nacionalistas son, además, inoportunas políticamente, pues, en lugar de solucionar los conflictos de convivencia, los agudizan. La sociedad vasca, si bien tiene un alto grado de identificación, presenta al mismo tiempo un grado mínimo de integración o vertebración. Es una sociedad dividida en dos partes aproximadamente iguales, pero con alternativas irreconciliables. La solución, en estas circunstancias, es un pacto constitucional y no la imposición de una decisión circunstancialmente mayoritaria. Entendido como producido en dos momentos, el de aprobación de la Constitución y el de aprobación del Estatuto, se estableció un pacto de Estado, y es más leal cumplir los pactos y es más democrático solucionar por consenso los conflictos básicos de convivencia que denunciar los pactos y proclamar que el conflicto no está solucionado. Si fue necesario, para apaciguar el conflicto, la apelación a un consenso que superara el mero cálculo de mayorías sobre minorías, para modificarlo no es leal que la solución pasa por la ruptura del consenso.
Las reivindicaciones nacionalistas introducen además un truco en el procedimiento democrático de decisión. Esto es una trampa que se articula del modo siguiente: ¿Qué derecho hay de afirmar que la autodeterminación puede ser planteada desde el ámbito de la Comunidad vasca, mientras que se mantiene la pretensión de que el resultado de tal autodeterminación ha de ser proyectado a los ciudadanos de otros territorios, como los de Navarra y los del País Vasco francés? Cuando se mantiene una posición irredenta sobre otros territorios, es una quiebra democrática pretender que los ciudadanos de esos otros territorios no resulten afectados como ciudadanos con derecho a expresarse sobre esos temas, y no sólo en una ratifícación final, sino desde el momento inicial. Nadie tiene derecho a opinar por ellos.Pero ahora queda por plantear otro tema: mirando ya solamente al interior de la Comunidad autónoma, cómo la pretensión de alterar el pacto constitucional-estatutario afecta a la misma razón de ser, o a la misma estructura de legalidad, de la comunidad autónoma. No es coherente pretender que Euskadi, como comunidad, sea, al mismo tiempo, afirmada y negada. Euskadi, como Comuidad autónoma, existe por el Estatuto y por la Constitución. Si se denuncia a Euskadi, como Estatuto dentro del sistema constitucional, se ha denunciado al sistema de legalidad que le da su razón de ser a Euskadi. El complejo sistema de soberanismo y de autodeterminación constitucional queda roto, y lo que queda vivo era lo que existía antes de que el Estatuto fuera afirmado: las tres provincias vascongadas. Fuera del Estatuto y de la Constitución no existe Euskadi como sistema de legalidad. Denunciado el pacto constitucional-estatutario, ninguno de los territorios históricos que el Estatuto proclamaba está ligado por ese pacto y, en consecuencia, cualquiera de ellos puede plantear sus propias aspiraciones políticas, sin estar ligado a los otros territorios.
Pero nada de esto incluye la violencia. Menos aún se debe entender que la violencia exista como condición para la solución de ese pretendido conflicto. Si hay de verdad un conflicto, señalado como algo específico, que queda como un problema que hay que resolver, éste es la violencia, y no el que la violencia afirma que ha de solucionar. La violencia provoca dos rupturas. La primera, entre los violentos y el grupo político que les apoya, por un lado, y por el otro, todos los demócratas. Pero la segunda ruptura es la que objetivamente se produce entre los señalados por la violencia -conjunto fácilmente identificable- y los que no muestran una solidaridad real con ellos (y que conste que aquí no incluyo a todos los nacionalistas, pero sí a una parte significativa). La violencia es un conflicto específico, en el sentido de que es el que, planteado como problema, se plantea, sin embargo, fuera del sistema jurídico, fuera de toda legalidad y legitimidad, fuera de toda posible solución. Fuera de la democracia.
José Ramón Recalde es catedrático de Sistemas Jurídicos del ESTE de San Sebastián.
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