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Columna
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La despedida de Nadal

Josep Ramoneda

Leyendo el discurso con el que Joaquim Nadal se despidió de la alcaldía de Girona, recordé nuestro primer año de estancia en Barcelona, a mediados de la década de 1960, cuando -hijos del Opus ambos- coincidimos en una misma pensión. Entonces ya le llamábamos alcalde de Girona. Nunca he acabado de entender qué había en él que transmitiera esta imagen premonitoria. Quizá un gusto por hablar de la ciudad, un conocimiento de ella y un interés por las cosas concretas que, en tiempos dados al antifranquismo, por un lado, y a las abstracciones retóricas en torno a la revolución, por otro, sonaban un poco raros. A la luz de su discurso de despedida se entiende un poco más. Nadal tiene el descaro de utilizar la palabra amor para referirse a su ciudad. Tengo que confesar el desconcierto que me provoca este atrevimiento porque a mí me resulta muy difícil amar algo que no sea una persona. Las tierras, las ciudades, los paisajes, las obras de arte me pueden provocar sentimientos y pasiones diversas. Pero el amor me parece excesivo. Y, sin embargo, lo que está diciendo Nadal en su texto es que para él Girona es una patria, en este sentido fuerte de tierra propia que la tradición político-cultural de los últimos siglos ha reservado a las naciones. Y puesto que a las ciudades se les ha negado tanto esta implicación sentimental, recurre a una palabra con aureola -amor- para explicar el vínculo, precisamente en el momento en que recupera la condición de simple ciudadano. Los cargos son para dejarlos en el momento oportuno, pero hay pasiones que acompañan siempre.

En tiempos en que los políticos actúan de modo bastante descuidado, amparándose en el argumento de que las agendas son muy apretadas, es de agradecer un discurso escrito -bien escrito además, lo que ya es demasiado- y pensado. Nadal dejaba la alcaldía después de más de veinte años, no era un acontecimiento menor para él, pero tampoco para la ciudad cuya transformación dirigió. Y escogió un discurso sin ningún miedo a las emociones, lo cual es digno de ser señalado también en tiempos en que los políticos parece que quieran dar una imagen de superhombres, indemnes a cualquier sentimentalidad.

Escrito desde el sentimiento, el discurso, sin embargo, contiene dos o tres claves políticas que me parece importante subrayar. Puede sorprender que un político hable de la muerte, de la vida y del amor, pero es un modo sumamente expresivo de dejar constancia de algo fundamental: que la política tiene que ver por encima de todo con las personas. Las personas mueren. Precisamente para hacer más soportable esta idea se ha impuesto el tópico de que nadie es imprescindible. Nadal en su discurso afirma precisamente lo contrario: nadie es prescindible en la construcción de la ciudad, porque 'la ciudad es la gente, gente y vida son el alma de la ciudad'. La ciudad como lugar de la vida intensa. Nadie es prescindible, aunque todos seamos perfectamente innecesarios. Ésta es la aporía que le hace hablar de la muerte a Nadal en su discurso; 'a pesar de que la muerte no me interesa demasiado si no es en función de la vida que siega, las presencias robadas, las energías perdidas', dice.

La muerte para hablar de las personas. Y para afirmar el valor de lo comunitario. Porque 'todo lo que es individual es efímero, y sólo tiene valor de continuidad, capacidad de sedimentación cultural, todo lo que nace del conglomerado social'. En la ciudad, Nadal ha encontrado el sentido de la relación entre individuo y comunidad, en su grado más elemental, más directo. Y sobre esta idea ha construido su estilo. Pocas veces en un discurso político se menciona a tantas personas -y de modo nada gratuito-. El contacto directo con la ciudadanía buscando tejer un proyecto común ha sido el modo de hacer de Nadal. En una ciudad relativamente pequeña como Girona este conocimiento directo de todos y de todo puede acabar siendo a lo largo de los años factor de control o coacción. Y ésta es una de las críticas que se le ha hecho a Nadal. Determinado saber -el ojo del poder- puede acabar siendo un peligro. El derecho a pasar desapercibido es un derecho ciudadano que no siempre se tiene en cuenta. Pero hoy que se habla tanto de proximidad, Nadal ha hecho de la comunicación directa con la ciudadanía 'la proximidad como valor máximo', dice, una experiencia que, con sus riesgos, ha evitado la burocratización y el distanciamiento que la política institucional genera siempre.

Las personas, las que se fueron y las que están; la ciudad como comunidad; el servicio público como razón de la política municipal. La primera obligación del Ayuntamiento es proveer cada día los servicios necesarios para que la ciudad funcione armónicamente. La noción republicana de servicio público es fundamental en una época en que se están privatizando servicios pensando sólo en el dividendo y olvidando la cuestión fundamental: dar a los ciudadanos servicios dignos con lo que pagan. La comunidad como marco para la realización de los proyectos de cada uno y las instituciones como eficiente garante del mismo. Con su balance de más de veinte años, Nadal quiere simplemente devolver la dignidad al municipalismo. Y lo hace apelando a las tres pulsiones básicas: la muerte, la vida y el amor. En el fondo es una apología del sentido común -el de verdad, el que opera como conocimiento, no el de los prejuicios, los tópicos y la tiranía de las costumbres.

Nadal tiene ahora una nueva prueba en la política nacional catalana. En el pasado, tuvo en este terreno su mayor desencuentro. No supo dominar a su partido y dar las muestras de autoridad necesarias para tener éxito en el cambio de escala. Aunque, sin embargo, de aquella experiencia queda en su haber un consuelo -consiguió romper la mayoría absoluta de CiU- y una conquista: el núcleo duro del PSC está ahora encantado con él. Cabe esperar que, en la política nacional, Nadal no pierda el sentido de la realidad que le mantuvo siempre vivo en Girona, porque es una carencia muy extendida que está entre la causas del descrédito creciente de la clase política. Casi siempre hay un momento en que los políticos empiezan a alejarse de la concreta realidad de las personas y de las cosas. Cuando esto ocurre empiezan a morir políticamente, aunque a veces la muerte sea lenta, y ellos se enteran cuando ya es tarde o no acaban de enterarse nunca.

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