Punto final
Soy porteño, y he caminado, por años, las calles de la ciudad de Buenos Aires. Y, casi siempre, salvo los ominosos días de la dictadura militar -fines de marzo de 1976 a comienzos de 1983- escuché las voces, los sonidos, la música, de una enorme gigantesca conglomeración urbana.
La aldea que fue Buenos Aires tuvo esas voces, esos sonidos, esa música, a poco de ser fundada, y aun refundada, por hidalgos y guerreros españoles. Las tuvo el 25 de mayo de 1810; las tuvo a la caída del casi perpetuo Juan Manuel de Rosas. Las tuvo en el esplendor burgués de los años ochenta, del siglo XIX. Las tuvo en las manifestaciones obreras del 1 de mayo de la década de los treinta, que supieron decir su adhesión a la causa de la República española.
'Borges habló del idioma de los argentinos. Tal vez se hubiera sorprendido con la incorporación de la palabra 'corralito' a la lengua que nos legó España'
'Lo que es reciente, también, es el silencio, la estupefacción que se ha adueñado de Buenos Aires, de Córdoba, de Santa Fe, de Mendoza...'
'El odio y el espanto y la degradación caminan por las calles. Y ni el mate (ese signo de identificación del machismo argentino) sirve para el consuelo'
'Argentina, país de los ganados y las mieses, ha obtenido una excepcional cosecha de trigo y de soja. Pero nadie paga y nadie cobra'
Esa tumultuosa sinfonía llegó de los suburbios industriales del gran Buenos Aires al centro de la ciudad en 1945, y volvió a repetirse, con un aire siniestro y premonitorio, a la hora de la fuga de Juan Domingo Perón de la Casa Rosada.
Lo que vino después -el regreso de Perón y su muerte, la aparición bufonesca de José López Rega y la Triple A, su corte de asesinos, el golpe militar que derrocó a la viuda de Perón, la instauración del Gobierno militar, los 30.000 desaparecidos que conforman un baldón ilevantable para las Fuerzas Armadas y de Seguridad, el reparto de la Administración gubernamental entre peronistas y radicales, el mantenimiento de un sistema económico y financiero carente de eso que los politólogos llaman equidad- es historia reciente.
Lo que es reciente, también, es el silencio, la estupefacción que se ha adueñado de Buenos Aires, de Córdoba, de Santa Fe, de Mendoza, de las grandes y pequeñas ciudades argentinas.
Nos acostamos, en las noches, y ya somos menos: somos menos en 10 o 12 días, en la última semana de diciembre, hubo muertos en Plaza de Mayo, hubo muertos en la provincia de Buenos Aires, y en las provincias de Santa Fe y Córdoba. Todo fue vértigo y alucinación. Y miedo. Y terror.
Y hay preguntas que no pueden responderse: ¿Qué es el trabajo para los jóvenes? ¿Para qué trabajar? ¿Qué mundo de esperanza, de pequeñas, domésticas esperanzas abre el trabajo? ¿Y de qué trabajo se habla en la Argentina, cuando, de hecho, el trabajo no existe?
Argentina, país de los ganados y las mieses, en versión de uno de sus poetas, ha obtenido una excepcional cosecha de trigo y de soja, y 'centenares de cosechadoras de última generación' bajan del Chaco al sur bonaerense, y no cesa su música de hierro y motores. Pero 'nadie paga y nadie cobra', escribe Héctor Buergo, redactor de Clarín. En la misma página, este título: 'El comercio de granos sigue paralizado y no ingresan divisas'. En la página 26 de dicho diario, otro título: 'Comercios: las ventas se desmoronaron en diciembre'.
Jorge Luis Borges habló, en más de una oportunidad, del idioma de los argentinos. Tal vez se hubiera sorprendido con la incorporación de la palabra corralito a la lengua que nos legó España, y que generaciones y generaciones de argentinos e inmigrantes reformularon con ingenio y esplendidez.
Para todo eso; para el rumor de las cosechadoras; para el trabajo de obreros y de artistas, de médicos y profesionales del Derecho; para los Milstein, los Roberto Arlt, los Cortázar; para los que no son dueños de bancos ni participan en los directorios de las multinacionales; para los que apenas sobreviven; para los que escarban, en estas sofocantes noches de verano, las negras bolsas de basura apiladas en el borde de las veredas, en busca de vaya a saber qué podredumbre, punto final.
Sí: punto final para una Argentina que fue. Ya nadie cree en la Argentina que fue y en la Argentina de la corrupción y del sálvese quien pueda.
Punto final para la Argentina de los grandes discursos vacíos, de las palabras huecas, de los helicópteros que se llevan a ex presidentes -como a ladrones en fuga desde los techos centenarios de la Casa de Gobierno-.
Punto final, sí. Y, ahora, ¿qué? No hay respuesta. Los que vivimos en el llano, no tenemos respuestas. Se nos denominó perejiles (sinónimo de tontos). Y cuando actuamos, por acción o por omisión, nos matan. O nos torturan. Con hierros. Con picanas. Con balas. El odio y el espanto y la degradación caminan por las calles de este país. Y ni el mate (ese signo de identificación del machismo argentino) sirve para el consuelo.
Y, una vez más, el lugar común: la vida sigue. Después de la noche, el día. ¿Qué día? ¿Para qué el día que asoma? Eso nos preguntamos los perejiles. Eso les preguntamos a los caciques del peronismo y del radicalismo. Les preguntamos si quieren más incendio y muerte. Les preguntamos a los banqueros y a los caballeros del FMI, y a los profetas washingtonianos de infamias y desastres para las tierras del profundo sur latinoamericano, si ellos, también, quieren el estupor y el silencio, y calles desoladas que preceden a tempestades que ni William Shakespeare pudo concebir.
La palabra amor y la palabra futuro carecen de una definición precisa, exacta, irrefutable. ¿Cómo definir la palabra angustia? ¿Cómo transmitirla para que, quien quiera saber, sepa qué nos hiere el alma?
Andrés Rivera, uno de los novelistas más reconocidos de Argentina, fue premio Nacional de Literatura en 1987 con La Revolución es un sueño eterno (Editorial Suma de Letras, 2001).
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