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La 'matroshka' rota

Antonio Elorza

Ahora hace diez años, el 25 de diciembre de 1991, tenía lugar uno de los acontecimientos más asombrosos del siglo XX: en un discurso televisado, el presidente Mijaíl Gorbachov anunciaba su dimisión y con ello eliminaba el último obstáculo para la desaparición de la URSS. 'Se ha impuesto una línea de desmembramiento del país y de desunión del Estado que no puedo aceptar', explicó. Para firmar la dimisión, tuvo que pedirle la pluma a un periodista americano, porque la suya no funcionaba. Inmediatamente, con su brutalidad de siempre, Yeltsin se apropió del despacho presidencial. La soberbia bandera roja de la Revolución dejó de ondear majestuosamente sobre el Kremlin y fue sustituida por la tricolor rusa.

Así, la segunda gran potencia mundial se desplomó casi en silencio, como un castillo de naipes. Ya en 1917 la revolución bolchevique había triunfado en un escenario mucho menos épico que el narrado por Eisenstein, con la gente bien asistiendo a la ópera y los tranvías circulando por las calles de Petrogrado, pero la ausencia de todo dramatismo en el desenlace fue algo que nadie hubiera podido prever. Con el Estado soviético se hundía asimismo el proyecto reformador más sincero en la historia del comunismo soviético, comparable sólo a la primavera de Praga. En Rusia, había advertido Gorbarchov, la suerte de los reformadores fue siempre incierta, 'o se convierten ellos mismos en reaccionarios, como el zar Alejandro I, o son asesinados como Alejandro II'. Por fortuna, la muerte de Gorby fue sólo política.

Los antecedentes inmediatos son de sobra conocidos. En agosto de 1991, Gorbachov esperaba alcanzar la aceptación de un Tratado de la Unión destinado a garantizar la supervivencia de la URSS en forma de una confederación de Estados. Só1o que en vísperas de la firma, el 19 de agosto, mientras el presidente descansaba en Foros, junto al mar Negro, un comité de conjurados, encabezado por el vicepresidente Yanaev, proclamó el estado de emergencia con el propósito declarado de anular la perestroika. Detrás se encontraban las fuerzas que ya en diciembre de 1990 impusieran a Gorbachov un significativo giro conservador en el personal dirigente del Estado, tal y como denunció al dimitir entonces el reformista Shevernadze: el complejo industrial-militar, la administración agraria, el KGB, con el apoyo político del Partido Comunista. El golpe resultó, incluso técnicamente, una chapuza, y desde su reclusión en Foros, Gorbachov supo ver que las consecuencias serían nefastas: 'Os destruiréis a vosotros mismos, y eso es cuestión vuestra, id al diablo, pero también destruiréis el país y todo lo que estamos haciendo'.

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A partir de ese momento, Yeltsin se mostró implacable a la hora de esgrimir contra Gorbachov su éxito personal como cabeza de la resistencia al golpe, y las vacilaciones de éste en torno a la ilegalización del PCUS le ayudaron no poco. Las tendencias centrífugas, que el Tratado de la Unión hubiera debido contener, se desencadenaron de forma irreversible, con proclamaciones de independencia en cascada desde las distintas repúblicas. Era 'el estallido del Imperio', que previera ya desde 1978 Hélène Carrère d'Encausse en medio de una incredulidad general. El punto de no retorno fue el referéndum del 1 de diciembre por la independencia de Ucrania, donde el 'sí' desbordó el 80% de votantes que en marzo anterior optaran por permanecer en la URSS. El golpe fallido de agosto provocaba una oscilación radical del péndulo. Y sin Ucrania, no había URSS posible. El 8 de diciembre, reunidos en Minsk los presidentes de Rusia (Yeltsin) , Ucrania (Kravtchuk) y Bielorrusia (Shushkevich) declaraban, en calidad de fundadores del Tratado de la Unión de 1922, que la URSS dejaba de existir ocupando su vacío una Comunidad de Estados Independientes (CIS) de contenido indeterminado y adscripción voluntaria. Con la dimisión de Gorbachov el 25 de diciembre, la agonía terminaba.

El protagonismo de Bielorrusia, república sin tradición separatista, en la disgregación final sugiere que en la misma no sólo intervino la convergencia de movimientos democrático-nacionales, del tipo de los registrados en los Países Bálticos o en el Cáucaso, en pleno auge desde el momento en que Gorbachov liberalizó las condiciones políticas. Para esos y otros nacionalistas, y a pesar de la retórica sobre la autodeterminación o las culturas nacionales, la URSS era una cárcel de pueblos. Pero el súbito fervor secesionista de dirigentes regionales sugiere la presencia de una motivación de otro orden. El banderín de enganche nacionalista es en este caso un recurso utilizado por las nomenklaturas periféricas para evitar los efectos de la crisis registrada en el centro por el poder comunista. Uno de los rasgos de la estabilización burocrática de la era Breznev había consistido precisamente en aceptar la cuasi independencia de los 'señores feudales' que regían las repúblicas periféricas. Ahora, éstos o sus herederos, sin perder un ápice de autoritarismo, seguirán en el mando denunciando incluso el pasado comunista del que proceden, sobre todo en Asia Central, como ese Islam Karimov que en Uzbekistán mantiene el monopolio de poder, una vez que ha sustituido las estatuas de Lenin por las de Tamerlán.

En profundidad, las causas del derrumbamiento remiten a dos temas centrales: la derrota en la carrera de la competencia económica con el mundo capitalista y lo que podríamos calificar provocativamente como la ausencia del Estado. Son fenómenos cada vez más visibles desde el momento en que se comprueban la involución política que sigue al revisionismo de Jrushev y el irrealismo de sus expectativas de alcanzar a medio plazo los niveles de la economía norteamericana. Por expresarlo con el lenguaje del Komintern, la fuerza motriz del entusiasmo en las masas comunistas consistió en forjar, aun a costa de grandes sacrificios, el paraíso de los trabajadores sobre la tierra. Al llegar los años 70, resultaban evidentes, en cambio, la penuria en el consumo, la vigilancia generalizada contra todo signo de disidencia, los privilegios y la corrupción de la nomenklatura. El final de la utopía se produjo antes que nada en la mente de los ciudadanos soviéticos, que de un modo u otro recibían además el impacto de un modo de vida occidental caracterizado en las imágenes por el consumo de masas y no por la explotación descrita en la propaganda oficial. Los logros de la industrialización de Stalin tocaban techo y la URSS acumulaba atraso tecnológico, salvo en la industria de armamentos, desde los años 60. La carrera con los Estados Unidos y los gastos derivados de la intervención en Afganistán hicieron el resto: en los años 80, el horizonte de la recesión se hizo inevitable.

Fue éste el punto débil de Gorbachov, al creer que podría repetirse el éxito de la NEP leniniana en los años 20, sin tener en cuenta que ahora faltaba el recurso humano de una clase empresarial recién expropiada y que de poco servían, salvo para aflojar presión desde arriba y productividad, unas gotas de libertad económica. Desde 1989, la economía soviética inició una caída libre, con retrocesos crecientes en el PIB, falta de artículos de consumo y consiguiente malestar popular. La nueva atmósfera política de 1986-89 les parecía a muchos ciudadanos rusos una inútil diversión cuando no encontraban qué comer y se les restringía el vodka. Tuve ocasión de comprobarlo por mí mismo en la primavera del 91: el apoyo popular a Gorby se había desvanecido y era más bien el blanco de todas las críticas en la calle. Y sin el pueblo, la perestroika se hacía imposible.

Por otra parte, el Estado soviético sólo respondía en cuanto al monopolio de la violencia a las características adscritas habitualmente a lo que llamamos Estado. Su finalidad no era el mantenimiento del orden y de una legalidad en que se vieran reconocidos los derechos del ciudadano, sino un estado de excepción permanente que ya por decisión de Lenin degeneró siempre que fue oportuno en puro y simple terror de masas. Lenin era enemigo de la concepción autocrática del zarismo, pero él mismo percibió que su Estado reproducía los defectos del pasado. Era un instrumento de opresión de clase cuyas dimensiones Stalin se limitaría a ampliar. Y tampoco se mantuvo como una unidad de acción autónoma, porque el verdadero sujeto de las decisiones era el Partido Comunista, suplantado a su vez en las esenciales por el Secretario General, al modo de esas muñecas rusas donde una esconde a otra.

Fue esta matroshka política la que quebró en 1991, a pesar de los inteligentes esfuerzos de Gorbachov por servirse de las designaciones de leales, el 'flujo circular del poder' de que habla R. V. Daniels, para ganar el PCUS a sus reformas, y desde aquí dar el salto como presidente de la URSS a la construcción de un Estado basado en un 'socialismo pluralista'. Es lo que pone en marcha con las elecciones de 1989, sólo que la introducción de la democracia despertaba inevitablemente a las fuerzas antisistema y suponía un peligro de muerte inminente para la hegemonía del PCUS, que la nomenklatura no estaba dispuesta a soportar, y menos a favorecer. La habilidad política de Gorbachov sólo sirvió para aplazar un desenlace regresivo cuya consumación fue impedida por la erosión que el proceso había ya causado en los cuadros del régimen. Faltaron los recursos para la única salida continuista: un Tian An Men soviético. Así, sin cohesión en el partido, tanto la edificación del Estado como la vuelta atrás se convertían en opciones imposibles. Cuando un periodista le preguntó a Yakovlev por las razones del colapso, el artífice de la perestroika respondió con otra pregunta: '¿Por qué desaparecieron los dinosaurios?'. Las causas del hundimiento fueron endógenas. El marxismo soviético era irreformable.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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