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Columna
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La Concepción

Desconozco los pormenores de la crisis por la que atraviesa la clínica de la Concepción, que parece abocada a la quiebra, lo que significa un desequilibrio entre los ingresos y los gastos. Como si fuera un bingo. Es fundamental, en cualquier empresa, del tipo que sea, llevar bien las cuentas pero en ocasiones -y creo que es una de ellas- resulta sumamente arriesgado exigir una meticulosa administración de las pérdidas, cuando su origen no está claro, lo que siempre es un mal negocio. No puede tratarse como mera empresa mercantil algo que atañe a la salud, cuyos recursos vienen del exterior, se encuentran congelados desde hace tiempo y las prestaciones son cada vez más onerosas.

Al parecer, la Concepción recibe una cantidad por cada cama y día, en lo que va englobado el tratamiento médico, la farmacia, asistencia, alimentación y las atenciones que exige un paciente. Esa aportación es inferior, no sólo al gasto real por las prestaciones, sino comparada con la que reciben otros centros. El motivo de la discriminación -que viene de antiguo- escapa a mi conocimiento, pero la diferencia habría enjugado el déficit sin plantear problema agudo. En este complejo, de seis bloques edificados, el 80% de las plazas está concertado con la Seguridad Social, que aparece como deudora según mis noticias, y el resto se dedica a la medicina privada. Engañoso término que podría interpretarse como que algunos millonarios gordos iban allí a hacerse una liposucción, cuando se trata de convenios con sociedades de asistencia sanitaria, que abonan un canon establecido, bastante alto, por la Seguridad Social. Entre ellas, la Asociación de la Prensa de Madrid, que tiene más de 4.000 miembros. Considero a La Concha -como desde el principio fue llamada por los madrileños-, como una segunda residencia, debido a mi edad y mis achaques, pero esto no es una opinión personal, aunque tenga atisbos panfletarios.

La SS es, o así lo parece, la deudora, pero ¿qué es la SS? No se trata de un círculo de amiguetes, sino el conjunto del esfuerzo y la aportación de todos los trabajadores que cotizan durante el periodo de su vida activa. Ahí es donde hay que exigir una pulcra y eficaz administración, pues en el caso -al parecer superado- de un déficit, sería obligación del Estado remediarlo, sin detrimento del resto de las funciones fiscalizadoras. El hospital, los centenares de puestos de trabajo, concepto manoseado en ocasiones; la consagrada veteranía de sus científicos -en un país donde sólo se investiga la insulsa vida privada de once pelagatos- su carácter social e imperioso que la vinculan al resto de los hospitales madrileños, no debe soportar periodos de angustia e inestabilidad. Es importante, y mucho, la conservación y el mantenimiento del Museo del Prado -menos urgente su ampliación-, pero pónganse la mano en el pecho para afirmar que está mejor empleado el dinero en incrementar la informática, el desahogo de sus directivos y las mesas de cafetería, entre otras cosas, que tutelar la viabilidad de un gran hospital. Para vivir un día más, cualquiera pegaría fuego a Las meninas.

En la vida oficial, oficiosa y semipública hemos asistido a escándalos financieros sonrojantes. Que una compañía de comunicaciones recién privatizada o un conocido banco remuneren a sus directivos -por legal que sea- con miles de millones en stock-options o en blindajes y compensaciones desorbitadas para que no den la lata, es una inmoralidad intrínseca como la copa de un pino, o más. Porque las empresas, cualquiera que sea su origen, no tiene reservas para esas indecentes atenciones. Más recientemente -dejando que siga su marcha judicial el caso Gescartera- los faraónicos gastos que se prevén para las nuevas instalaciones burocráticas de la Comunidad de Madrid, revelan lo patético e injusto de las penalidades por las que pasa uno de los mejores hospitales de España.

Se gasta el dinero a espuertas porque lo hay y resalta más este desdeñoso e inclemente abandono, en dominio tan delicado como la sanidad generando, repito, inquietud y angustia entre los trabajadores y quienes dirigen y gestionan estos recintos. Durante mi último ingreso, rodeado de batas blancas y verdes, me sentí -como cada quisque- como un desdichado ser a quien iban a salvar la existencia, sin percibir el mar de fondo que conmovía su interior. El asunto se ha parcheado por ahora, y qué es la vida, sino claudicar hacia adelante.

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