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Reportaje:

Los náufragos de la URSS

Miles de ancianos rusos sobreviven con pensiones de miseria en las repúblicas asiáticas que formaron la Unión Soviética

Pilar Bonet

En una terraza de Tashkent, la capital de Uzbekistán, en un mediodía caluroso de este otoño, una anciana de ojos azules, humildemente vestida, mordisquea un bollo con parsimonia. A su alrededor, un enjambre de funcionarios de aspecto asiático engulle raciones de un humeante plov (plato típico del país elaborado con arroz), antes de regresar a sus despachos en los edificios gubernamentales vecinos. La anciana se llama Raya y es uno de los muchos náufragos del desmoronamiento de la URSS, del que se cumplen este mes diez años.

'Yo soy europea. Nací en la ciudad de Kiev [capital de Ucrania] en una familia judía. Mis padres vinieron hasta aquí huyendo de la Segunda Guerra Mundial. Algunos de mis familiares murieron en los campos de concentración', asegura esta mujer, que trabajó como médico y que hoy apenas puede subsistir con una pensión de menos de 4.000 pesetas al mes.

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Raya quisiera irse de esta ciudad que cada día es más oriental, y que ya han abandonado sus amigos y donde la lengua rusa se habla cada vez menos. Sin embargo, no tiene adonde ir. En las repúblicas asiáticas y caucásicas de la antigua URSS hay centenares de miles de ancianos europeos supervivientes del naufragio soviético. No son los únicos. Hay otros supervivientes mejor situados para abrirse camino: jóvenes emprendedores, que rehicieron su vida en ciudades de provincias rusas o que luchan por obtener permiso de residencia en Moscú, gente que se las ha arreglado incluso para prosperar. Son los rusos curtidos de la periferia, que llegan a una madre patria ambivalente, poco dispuesta a acoger a sus hijos pródigos con los brazos abiertos, pese a su crisis demográfica y su necesidad de mano de obra.

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El proceso de descolonización que supuso el hundimiento de la URSS aún no ha concluido y puede valorarse de muy distintas formas, tanto desde la metrópoli (Rusia) como desde la periferia (las otras repúblicas soviéticas con sus características específicas). Sin embargo, esos viejos desplazados y solitarios con pensiones de miseria, que sacrificaron su vida por una causa inútil, una causa olvidada, son el cuadro más patético de la desintegración del último imperio colonial.

Varias son las fechas que pueden tomarse como referencia del fin de la URSS, ya sea el día 8, cuando los tres dirigentes eslavos disolvieron el Tratado de la Unión, que databa de 1922, en los bosques de Bielorrusia, o el 25 de diciembre, cuando la bandera roja se arrió por última vez en el Kremlin. Cuatro días antes, el 21 de aquel mes, los líderes de 11 repúblicas (todas, excepto las tres bálticas y Georgia, que, por entonces, estaba en plena guerra civil) firmaron el protocolo de Almaty (capital de Kazajistán), por el cual se unían a la declaración de los líderes eslavos y fundaban la Comunidad de Estados Independientes (CEI).

Con distintas dosis de autoritarismo y manipulación, cuatro de aquellos firmantes se las han ingeniado para seguir hoy en sus puestos. Son los asiáticos Islám Karímov, de Uzbekistán; Saparmurat Niyázov, de Turkmenistán; Nursultán Nazarbayév, de Kazajistán, y Askar Akáiev, de Kirguizistán. En el caso de Niyázov, que se ha asentado en su puesto de por vida, se trata de un culto a la personalidad con todos sus atributos megalómanos. En el de Karímov, de un duro régimen autoritario que hace desaparecer a los prisioneros políticos. Nazarbáyev, que compite con Karímov por el liderazgo de Asia Central, ha asegurado bien su futuro y el de sus hijas en Kazajistán, un país con altos niveles de corrupción.

La CEI ha sido el marco del divorcio relativamente civilizado de las antiguas repúblicas de la Unión, pero no ha justificado los pronósticos ni de los optimistas -que esperaban una transformación mecánica del imperio en una organización equivalente a la Unión Europea-, ni de los pesimistas, que auguraban guerras fratricidas al estilo yugoslavo entre las ex repúblicas soviéticas.

Muchos analistas, incluidos los que prepararon el informe oficial para la cumbre del décimo aniversario de la CEI, consideran un verdadero éxito el haber mantenido unos vínculos laxos entre bloques de países variopintos, como Rusia y las repúblicas eslavas (Bielorrusia y Ucrania), la centroeuropea Moldavia, los Estados asiáticos (Uzbekistán, Tayikistán, Turkmenistán, Kirguizistán) y los países del Cáucaso (Georgia, Armenia y Azerbaiyán). La república secesionista de Chechenia en Rusia, el enclave armenio del Alto Karabaj en Azerbaiyán, las regiones secesionistas de Abjazia en Georgia y del Transdniéster en Moldavia forman la lista de problemas candentes por resolver.

'La CEI ha dado a Rusia una magnífica oportunidad de abandonar el imperio de forma suave', afirma el analista Dmitri Furman. En su opinión, el Kremlin ha sabido resistir la tentación imperial, lo que no siempre le ha sido fácil. 'Durante estos diez años,', afirma, 'Rusia ha oscilado entre el deseo de mantener su rango de país más importante de la CEI y ser foco de integración de los otros, por una parte, y la tentación imperial de arrebatar algún territorio a los demás, ya fuera la península de Crimea a Ucrania, o la ciudad de Narva a Estonia'.

Furman cree que la época soviética constituye un barniz ligero en vías de desaparición para países que pertenecen a diferentes ámbitos culturales y que recuperan sus raíces más allá del periodo soviético. Para el profesor Yevgueni Yasin, rector de la Escuela Superior de Economía de Moscú, se trata de países que pertenecen a 'distintas civilizaciones'. Según Yasin, Rusia, como país más desarrollado, actúa como motor económico de sus vecinos. Kazajistán y Ucrania deben a la economía rusa el crecimiento logrado este año.

Los países de la Comunidad de Estados Independientes no están aún preparados para competir en Europa Occidental. Por eso el mercado ruso sigue siendo prioritario. El granjero Nikolái Datskévich, que planta árboles frutales en la región de Brest, en el occidente de Bielorrusia, sabe que el mercado de sus manzanas está en Rusia. 'Mis manzanas, por su aspecto, no pueden competir con las variedades ya aptas para el mercado de la Unión Europea que producen los agricultores polacos', decía Datskévich a esta corresponsal en septiembre pasado. Y los hechos le dan la razón.

Una mujer juega con un niño y un perro mientras una vecina lava ropa en la ciudad de Termez, en Uzbekistán.
Una mujer juega con un niño y un perro mientras una vecina lava ropa en la ciudad de Termez, en Uzbekistán.ASSOCIATED PRESS

Regreso al feudalismo

Para un ex ciudadano soviético que haya decidido pasar sus vacaciones viajando en automóvil por Asia Central o por las repúblicas del Cáucaso, el periplo, como pudo comprobar este verano el joven Antón, puede convertirse en una extorsión constante a manos de policías y aduaneros que conciben sus servicios como un asalto organizado al incauto y un buen sistema para obtener un sobresueldo. 'Si no pago me amenazan con desmoronar el automóvil en busca de drogas', explicó Antón a su padre, al que telefoneó a Moscú para pedirle más dinero. La destrucción de la Unión Soviética ha supuesto una regresión hacia un mundo primitivo. 'La cultura urbana que existía en la URSS ha sido destruida y la mayoría de los países nacidos de la descomposición soviética recuperaron de pronto su cultura nacional, que era arcaica, y que se remontaba a los tiempos de la Rusia zarista', señala el economista Mijaíl Deliaguin. 'Como resultado de la vuelta a esas raíces nacionales, se ha producido un retorno al feudalismo', afirma Deliaguin, que también aplica estos juicios a Rusia, pero sobre todo a los países del Cáucaso y de Asia Central. Los líderes de la Comunidad de Estados Independientes (CEI), que se reúnen regularmente en Moscú, tienen pocos ideales que compartir. Basan toda su relación en el beneficio mutuo entendido siempre de forma pragmática. Los papeles que firman sirven de bien poco, tanto si se refieren al mantenimiento del ruso (cuyo número de hablantes se ha recortado en 2,1 millones en las antiguas repúblicas soviéticas, descontando Rusia) como lengua de relación entre sus países, o a la creación de un espacio económico común sin trabas arancelarias y aduaneras. La proliferación de miles de funcionarios y de documentos inútiles en las instituciones permanentes de la entidad era tal que ha sido necesario cortar por lo sano en ambas cosas. La campaña contra el terrorismo internacional emprendida por Washington a partir del 11 de septiembre le ha dado a la CEI la oportunidad de tener algún asunto que exhibir durante el décimo aniversario. Sin embargo, los representantes rusos están hartos de exigirles a sus colegas que se rasquen el bolsillo presupuestario e inviertan en seguridad común. Los colegas, en general, hacen oídos sordos a estas propuestas. Después de todo, Rusia quiso asumir ella misma el papel de guardián de las armas nucleares, del espacio aéreo y de las fronteras exteriores de la CEI. En lo que se refiere a controlar los arsenales nucleares, la desintegración fue un éxito, porque Moscú consiguió que Ucrania y Bielorrusia le transfirieran sus armas atómicas. Para los países que dependen de importaciones de materias primas -como Ucrania, Bielorrusia, Armenia, Georgia o Moldavia-, el gas y el petróleo ruso son fuertes argumentos para la integración. Todos ellos se han aferrado al modelo de intercambio que fue típico durante los tiempos de la Unión Soviética y sus aliados del Este de Europa, a saber, hidrocarburos a precios baratos a cambio de influencia política. Esta ecuación es válida sólo en parte, porque los rusos prefieren hoy la compra de acciones de empresas locales y la penetración económica de sus multinacionales a la condonación de las deudas o los precios subvencionados para los suministros de gas natural. Los países que, como Estados Unidos, se han empeñado en apoyar las alternativas de integración a Rusia en el marco de la CEI (como el GUUAM, formado por Georgia, Ucrania, Uzbekistán, Azerbaiyán y Moldavia) saben, aunque tienen dificultad para admitirlo, que cualquiera de estos países puede ser en muchos aspectos más oriental que Rusia por sus niveles de corrupción y sus inercias del pasado.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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