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Columna
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Cuitas marroquíes

Mandoble y cimitarra siguen en alto, pese a la visita del eterno sonriente del socialismo español a la corte del rey joven alauita. Aunque vuelva el embajador marroquí a la calle de Serrano como regalo envenenado del monarca a la oposición española. La historia de despropósitos en las relaciones hispano- marroquíes podría tener gracia si no fuera por las consecuencias graves, muchas dramáticas, que acarrea y los peligros con que amenaza. Todos los protagonistas de esta especie de tragedia bufa han hecho aportaciones insólitas para enrevesarla.

El presidente del Gobierno, José María Aznar, nada ducho él en percibir, no ya respetar, sensibilidades ajenas, no ha perdido ocasión de regañar a Rabat y dejar en bandeja del entorno del bisoño monarca argumentos para su francofilia no precisamente cultural sino manifiestamente pecuniaria. París es buena, Madrid mala. En la mala Madrid, el Gobierno es muy malo y la oposición a los malos, al parecer muy buena. El presidente tiene derecho al mal humor como cualquier ciudadano, pero no a manifestarlo con tanto desparpajo cuando puede afectar negativamente a unas relaciones que afectan al trabajo, al bienestar y a la seguridad de muchos españoles.

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Como también es cierto que el Reino de Marruecos tiene mucho por lo que ser regañado y su nuevo monarca ha hecho poco más que algún brindis al sol en eso que algunos llaman proceso de democratización en curso y que quedó someramente demostrado en presencia de Rodríguez Zapatero cuando su amable anfitrión, el primer ministro, Abderramán Yussufi, impidió hablar a un periodista de la oposición. También es cierto que el periodista no está en la cárcel y pudo incluso acceder a la conferencia de prensa. A eso se debe referir el líder socialista español cuando dice que 'Marruecos va por el buen camino'. Porque la 'sensibilización' que descubrió en el monarca hacia la emigración ilegal de sus súbditos no ha tenido mayor efecto sobre la industria del tráfico de seres humanos y estupefacientes del que vive gran parte del aparato del Estado marroquí en el norte y el oeste del país. Por no hablar de las razones profundas que llevan a millones de marroquíes a soñar todos los días con poner mucha tierra y algo de estrecho de mar por medio entre ellos y su rey.

Los socialistas españoles, tan entusiastas en su defensa de la bandera de la República Democrática Árabe Saharaui (RASD), que no existe ni existirá, rinden ahora pleitesía a un rey que está demostrando tener todas las debilidades de su padre y ninguna de sus virtudes, que las tenía el viejo zorro. Nadie duda de la buena fe de Rodríguez Zapatero. Pero hay motivos para hacerlo respecto a la invitación marroquí. El líder de la oposición fue recibido por cuatro ministros, vio a ocho y tuvo una larguísima entrevista con el rey. Que no objetara a la intimidad del vis a vis cuando el rey ordenó al embajador marcharse durante la misma puede ser una falta de reflejos. Pero no alegra el panorama general.

Marruecos es un vecino incómodo y, por mucho que cambiase por una súbita vocación humanista y demócrata de un rey educado en todo lo contrario, nunca dejará de serlo. Pero es un vecino, hay que hablar con él y, sin duda, se puede. Siempre que se deje. Incluso de Ceuta y Melilla, antes de que pase otro siglo. Aznar no puede en todo caso dedicarse en su política marroquí a despreciar a los discrepantes ni a exigir una lealtad perruna en política internacional. Entre otras cosas porque jamás la ejerció. A Zapatero el tiempo le dirá si su visita ha supuesto algo más que la versión norteafricana del abrazo del oso.

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