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Crítica:LECTURA E INFANCIA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Altas fantasías

Casi todo el mundo conoce los grandes relatos de R. L. Stevenson -La isla del tesoro, Dr. Jekyl y Mr. Hide-, pero apenas son nombrados sus ensayos y menos sus libros de poemas. La posteridad prefiere recordarlo como narrador, dice textualmente Borges, uno de sus grandes valedores de siempre, y ésa es la verdad si nos atenemos al crédito que otorga la memoria a los libros inmortales. ¿O quién no recuerda las narraciones citadas arriba, y las recomienda sin cesar y les agradece en silencio su mera existencia por la compañía que siguen regalando? Pero se da el caso de que Stevenson, el bohemio y viajero edimburgués que acabó sus días en Samoa, lejos de su recordada ciudad natal, fue también poeta, y no de los malos, o si se quiere, de los buenos exquisitos que viven dignamente en los lugares que los ingleses reservan para lo que llaman lesser poets, o poetas menores que dieron a la poesía su voz auténtica y, por tanto, su perdurable espíritu. Hace dos temporadas, la editorial Comares publicó sus poemas completos (aparecidos por primera vez en inglés en 1950) con traducción elegante y cuidadosa de Carlos Pujol y ahora la editorial Hiperión publica Jardín de versos para niños (1885), el primer libro de poemas que escribió Stevenson.

JARDÍN DE VERSOS PARA NIÑOS

Robert Louis Stevenson Ilustraciones de Jessie Willcox Smith Traducción de Gustavo Falaquera Hiperión. Madrid, 2001 163 páginas. 3.500 pesetas

Digamos enseguida que se trata de una preciosa edición, extraordinariamente bien traducida por Gustavo Falaquera y maravillosamente ilustrada por Jessie Willcox Smith. Todo lo que se diga sobre esta traducción será poco en relación con sus méritos asombrosos, su sonoridad creíble por medio del recurso a suaves y flexibles metros y rimas, y por los hallazgos que trasladan al castellano la misma impresión de encanto y gracia del original. No hay baches -o apenas- en este libro y sí hay continuas dianas, tanto en los poemas breves como en los más largos. Esta traducción resiste una lectura en voz alta a un niño pequeño, que dejará que su oído se prenda de estas navegaciones y fantasías como si se tratara de un libro escrito en su lengua madre.

En cuanto a las ilustraciones, el hechizo también es constante. Abramos el libro por donde lo abramos, nos encontramos con ilustraciones en blanco y negro encantadoras, como ese tren humeante con su penacho denso como una cabellera al viento que se enreda entre los vagones, o esos columpios que se elevan inverosímilmente como cometas voladoras para ver las estrellas. Además, también hay ilustraciones en color que llenan páginas enteras como la de ese fabuloso niño lector iluminado por una luz invernal que trae consigo el alma de la nieve y la quietud de las ramas de los árboles sin hojas.

¿Y qué decir de los poemas en sí? Pues que son invariablemente buenos, sin descanso atractivos, embelesadores, graciosos, soñadores, viajeros y, en ocasiones, un punto intrigantes, como si escondieran embrionariamente lo que su apariencia inocente desmiente. Estos poemas no son poemas de adulto escritos para niños, sino poemas escritos por un adulto que deja entrar por la puerta grande de su existencia al niño que fue para que éste vuelva a tomar las riendas de su vida por una temporada al menos. De ahí que los poemas surjan con naturalidad desde la visión de un niño solitario -Stevenson fue hijo único- que nunca juega con otros niños en casa, sino que utiliza lo que le rodea para construir mundos que le ayudan a alejarse o a transformar su escenario habitual en otros universos. La casa o sus alrededores inmediatos aparecen como motivos desencadenantes de las operaciones fantasiosas. El dormitorio, el salón, los padres que leen o charlan, el fuego de la chimenea, los juguetes, los libros, o bien la luna, el viento, las farolas, el jardín, el río, los estanques: he aquí los elementos que conforman esos hábitos convertidos en milagrosas expediciones hacia lugares lejanos que son los reinos de los niños y que lo seguirán siendo de los adultos con memoria.

Abundan por eso los poemas que incluyen viajes de diversa naturaleza: viajes en tren, en barco -los más frecuentes-, en columpio (como suena), viajes leyendo libros ilustrados en invierno o bien viajes que resultan de miradas que ven lo que parece no existir en las inmediaciones de la mirada. Luego están las formas de engrandecer la existencia común viendo en ella la pura afirmación hechizada de la vida. Así el sol, la luna, el viento, las flores, los pájaros son grandes seres que favorecen esos estados de ensoñación que desembocan siempre en el reconocimiento asombrado y exultante de su mera existencia. Si el valor máximo de la infancia es la inocencia, este libro es su más fantasiosa celebración. Por tanto, padres y niños: ¡a comprar este libro!

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