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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los primeros cien días

Muchas cosas han cambiado en los cien días transcurridos desde el devastador ataque contra EE UU por fanáticos islamistas a las órdenes de Osama Bin Laden, el hombre más buscado del planeta. Tanto en las reglas del juego internacional como en la percepción a escala global del fenómeno terrorista y sus consecuencias, sobre todo en los países más desarrollados. Y, según todos los indicios, las consecuencias de la hecatombe del 11 de septiembre no han hecho más que comenzar. El talante del imperio estadounidense no está por hacer punto final tras Afganistán, y en la Casa Blanca y en el Pentágono cobra cuerpo la idea de que la guerra contra el terror debe extenderse a otras latitudes. Somalia, Filipinas, Indonesia o Yemen, donde el Ejército ha asaltado ya bases de Al Qaeda, están entre los candidatos. Es Irak, sin embargo, quien concita la mayor atención de Washington. La opción de descabalgar a Sadam Husein gana terreno, aunque suscite gran oposición entre algunos de los más significativos aliados europeos de EE UU, que ven en la eventual intervención contra Bagdad el principio de un camino con final desconocido.

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El asalto al régimen integrista afgano, al menos en su parte convencional, ha concluido más rápida y satisfactoriamente de lo que casi nadie se habría aventurado a pronosticar. Queda pendiente (caso de que estén vivos) la captura de Bin Laden y sus lugartenientes, o del mulá Omar, sin las cuales quedarían cojas la guerra y el concepto mismo de lucha global contra el terror. Y está por empezar la pacificación y reconstrucción de Afganistán, hacia las que se darán los primeros pasos este fin de semana con la inauguración del Gobierno provisional.

En un país de excesos, la guerra resulta pródiga en ellos. Afganistán es un choque sin reglas, en el que los ocasionales vencedores sobre el terreno -EEUU ejerce básicamente desde el aire su poderío demoledor- han perpetrado atrocidades sin cuento, lejos de miradas ajenas. Lo que no ha conseguido el diluvio de bombas ha corrido a cargo de las diferentes facciones afganas, encabezadas por la Alianza del Norte. Los ajusticiamientos de Mazar-i-Sharif, la carnicería del fortín de Qala-i-Janghi o la asfixia de prisioneros talibanes transportados en contenedores dan idea real de hasta qué punto Afganistán es un conflicto en el fin del mundo, ajeno a la noción de derechos humanos. La suerte de miles de presos es ahora mismo motivo de inquietud. En ausencia de un sistema legal digno de tal nombre, corresponde a Occidente, comenzando por EE UU, velar por su integridad.

El estupor del 11-S ha arrastrado otros profundos cambios. En Estados Unidos y Europa, la alteración del binomio libertad-seguridad lleva camino de dejar una impronta tan profunda como duradera. Probablemente su epítome sea la decisión de Bush de instaurar tribunales militares para juzgar a sospechosos de terrorismo. Pero otros países considerados bastiones democráticos han endurecido sus leyes hasta extremos impensables. Pocos hubieran considerado posible hace tres meses que el Reino Unido permitiera la detención indefinida y sin juicio de extranjeros sospechosos que no puedan ser deportados por temor a la tortura o a su ejecución.

La guerra ha sido hecha prácticamente en solitario por EE UU y su incondicional socio británico. La paz, sin embargo, va a exigir una colaboración internacional, en la que ya empiezan a aparecer fisuras a propósito de las tropas que han de ayudar a consolidar al frágil Gobierno multiétnico del pastún Hamid Karzai. Una fuerza que, según los aliados occidentales, debería rondar los 5.000 hombres -a la que España ha ofrecido hasta 700- y que los jefes tribales afganos pretenden reducir a un escuálido millar. A falta de mandato preciso del Consejo de Seguridad -que ha de producirse quizá hoy, en vísperas de que la avanzadilla llegue a Kabul-, no están claros tamaño, composición, misiones, ni siquiera sus lugares de despliegue. Lo único seguro es que EE UU no participará, y que tampoco quiere que este contingente, bajo control británico, interfiera en sus operaciones bélicas.

La fuerza multinacional -parte fundamental del acuerdo firmado en Bonn el mes pasado- no es de combate, pero en un escenario tan caótico y violento como Afganistán sería suicida menospreciar los riesgos. Deben bastar experiencias como las de Somalia o Bosnia. Por eso tiene mucho sentido la advertencia alemana, que exige del dividido Consejo de Seguridad un mandato firme y reglas concretas que permitan a los soldados, a la luz del capítulo VII de la Carta de la ONU, utilizar medios contundentes llegado el caso. Algo a lo que se oponen los cabecillas afganos, que prefieren que una fuerza que les disgusta por principio llegue a su territorio en condiciones menos expeditivas.

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