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100 DÍAS DEL 11 DE SEPTIEMBRE
Columna
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Occidente y el islam

El foso de incomprensión entre los países occidentales y el mundo islámico se ha agrandado en los últimos meses

Si razonable es no desear que se produzca una guerra de civilizaciones, ignorar la existencia de un foso de incomprensión entre Occidente y el mundo musulmán, que no cesa de agrandarse en las últimas décadas, es un peligroso ejercicio de ceguera.

Ese foso ha vuelto a hacerse patente con las dudas y las teorías conspirativas con que se recibió el vídeo con la confesión de Bin Laden en Casablanca, El Cairo, Beirut, Teherán, Islamabad y Yakarta. El que viaja estos días a cualquiera de esas capitales descubre enseguida que existe una gran desconfianza popular hacia la política procedente de Occidente, y muy en particular de Washington, y mucho resentimiento por el doble rasero en el conflicto israelo-palestino.

De esos sentimientos, y de hechos como la tiranía, la corrupción y las desigualdades sociales, se nutre el islamismo, que no es, en efecto, todo el islam, pero sí un monstruo político e ideológico surgido en su seno. Se equivocan de objetivo los George Bush, Tony Blair, José María Aznar y compañía cuando proclaman que la primera guerra del siglo XXI se libra contra el terrorismo. Como bien ha subrayado Thomas Friedman en The New York Times, el terrorismo es un instrumento; un deleznable utensilio que es usado tanto por los islamistas de Bin Laden, Hezbolá, Hamás y el GIA, como por el ultranacionalismo de ETA, los narcotraficantes colombianos y las bandas mafiosas. Incluso es empleado, según muchos musulmanes, por Estados democráticos como Israel. Así que decir que esta guerra es contra el terrorismo es como decir que la II Guerra Mundial se libró contra las bombas volantes de Hitler o la guerra fría contra el arsenal nuclear soviético.

No, esta guerra, como las dos citadas, es contra una ideología totalitaria: el islamismo. Aunque los estadounidenses cosechen la cabeza de Bin Laden, no se ganará hasta que los valores de la democracia, la separación de religión y política, la igualdad de los sexos y la renuncia a la violencia como modo de expresar las cuitas no triunfen en Dar el Islam.

Esto pasa por algo que el islam no ha hecho todavía: la reforma. ¿Existen en el Corán y en la vida de Mahoma elementos que posibiliten esa reforma? Afortunadamente, la respuesta es afirmativa. Como sostuvo hace un siglo un movimiento intelectual de Oriente Próximo llamado Nahda o Renacimiento, es factible hacer una lectura progresista del mensaje coránico.

Con otros ropajes y aunque minoritaria, esa lectura reformista existe en nuestros días. La hacen personajes como la escritora marroquí Fatima Mernissi, que sostiene un feminismo basado en el Corán y Mahoma; el converso español Mansur Escudero o el egipcio afincado en Suiza Tariq Ramadán, que proponen que Europa invierta en la construcción en su suelo de un islam respetuoso del laicismo y la democracia, que no deje a los inmigrantes a merced de las mezquitas y los imames financiados por Arabia Saudí, y el gran ayatolá iraní Yusef Saanei, que, con el Corán en la mano, sostiene el principio jeffersoniano de que todos los seres humanos nacieron libres e iguales en derechos.

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El islam es la religión monoteísta más joven del planeta -acaba de terminar el Ramadán del año 1422 de la Hégira- y ésa es una de las razones de su atractivo para más de mil millones de personas y también de la virulencia de alguna de sus interpretaciones, como la del islamismo. Pero, en la era de la aldea global, el mundo musulmán no puede tomarse el tiempo que se tomó el cristiano en pensar y poner en práctica la reforma. Esta ingente tarea compete obviamente a los musulmanes, pero Occidente, que jamás ha prestado la menor atención a los reformistas de la religión islámica, ni tampoco a los combatientes por la democracia en los países musulmanes, debería no obstaculizarla. Por otra parte, el doble rasero político demostrado en Tierra Santa o en la relación con Arabia Saudí son graves zancadillas.

El 11 de septiembre ha demostrado que va siendo hora de que, aunque sea por estrictas razones egoístas de seguridad, EE UU y Europa se preocupen por las causas que han generado la enfermedad del totalitarismo islamista. La acción policial y militar no ganará en exclusiva esta primera guerra del siglo XXI. Se necesita también una gran acción política,económica y cultural. Es preciso escuchar con atención el mensaje de las voces razonables que, entre la algarabía de la desconfianza y el resentimiento, se alzan en las capitales musulmanas y entre los inmigrantes en EE UU y Europa, para pedir a los occidentales coherencia y vigor en su defensa de los valores democráticos y humanitarios. Pero en los 100 días transcurridos desde el brutal ataque contra las Torres Gemelas se han escuchado caer muchas bombas y apretarse muchas esposas, pero pocas reflexiones de dirigentes políticos sobre el verdadero objetivo de este conflicto y sobre los medios adicionales necesarios para ganarlo.

A falta de eso, y mientras prosigue la caza de Bin Laden, nuevas generaciones de terroristas kamikazes se están forjando en las ciudades y los campamentos de refugiados del mundo árabe y musulmán.

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