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Columna
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Gallinas en un Rolls-Royce

Se murió Boetticher hace unos días en su casa de Ramona. No era de allí, nació lejos de California, en la gélida Chicago incendiaria de 1916. Tenía 85 años y aún ignoraba por qué le llamaban Budd, pues su nombre era Oscar y a él le gustaba, aunque fuese el mismo que el de la estatua de plomo disfrazado de oro que identifica al lugar del mundo que más odió: 'Hollywood es el único enemigo que he tenido', dijo a este periódico cuando, en abril de 1993, vino a España a preparar el rodaje del que no sería su último western, la hermosa historia de tres vaqueros de Montana que recorren dehesas andaluzas en busca de un caballo entero y gallardo que haga correr de nuevo la pura sangre en las secas cuadras del rancho de su jefe. Fue su último amago de volver a poner un grano de oro en medio de la invasión de chatarra hollywoodense. Pero el aval bancario no llegó y Budd Boetticher, que rompió su encierro sólo por hacer aquel filme, se encerró para siempre.

Vivió las últimas tres décadas de su vida en una granja, pero no era un granjero, un tipo con mente sedentaria, era un hombre inquieto y errante, que se pasó la vida huyendo de los cercos cuadrangulares de las casas, las aulas, los campos roturados, las canchas de rugby, los rings de boxeo y los estudios de filmación, que tambien le ahogaban. Tras colgar los libros y alcanzar fama efímera como futbolista y boxeador, le atrapó el alma el anillo de arena encendida, el insondable escenario circular de las corridas de toros, y en busca de un mapa de sus rutas se fugó, con las manos en los bolsillos, a México. Aprendió las misteriosas leyes del toreo de la voz sabia y rota de Lorenzo Garza y, oyéndole, a Boetticher le atrapó el misterio del veneno circular, hasta el punto de que fue su pasión por el toro lo que, en la antesala de la plenitud, segó su extraña e incomparable carrera cinematográfica.

No llamó a las puertas de Hollywood, fue éste quien le enroló de un plumazo, tras nombrarle en 1940 asesor taurino de Rouben Mamoulian y Tyrone Power en Sangre y arena. Tras el bautismo, Boetticher se soltó la melena en 25 filmes de pequeño presupuesto (llegó a hacer cinco en un año), de los que dedujo astucia para sacar zumo de las piedras y para extraer riqueza expresiva de la pobreza de medios, adelantándose en 1951 a los pioneros del cine independiente en su incatalogable (John Ford la consideraba una obra maestra) El torero y la dama, y más tarde, en 1955, en su nueva aventura taurina, en la que vulneró todas las reglas y se ganó la entrada en la lista negra de los estudios, de Santos el Magnífico.

Tras tomarle gusto a filmar en libertad, siguió en ello durante el lustro que, de 1956 a 1960, le convirtió en una cima del cine, un cineasta del que Ford dijo envidiar su, más que asombrosa, capacidad para conventir al Oeste en escena de una representación trágica del mundo moderno. Arrugados por su miopía al ver hecha por otros la austera y genial serie de siete westerns caseros -cinco escritos por Burt Kennedy: Siete hombres para la horca, Los cautivos, Buchanan cabalga de nuevo, Cabalgar en solitario y Estación comanche- producidos e interpretados por Randolph Scott, los dueños de Hollywood, alertados por los gritos de John Wayne, que pedía trabajar con él, llamaron al risueño y burlón torero cineasta y le ataron a un compromiso dorado para rodar un suntuoso western protagonizado por el gran macho.

Y era la miel de la fortuna lo que Boetticher, en un glorioso gesto suicida, echó de un manotazo por tierra, al dejar poco después colgado a Wayne e irse a México de rodaje de plaza en plaza con su colega torero Carlos Arruza, en otra película casera que le arruinó hasta tan hondo que incluso los apiadados taxistas mexicanos le llevaban gratis, probó la cárcel y el manicomio, y finalmente volvió, otra vez con las manos en los bolsillos, a su tierra, para allí, en palabras suyas, 'sentir el orgullo de haber mandado a Hollywood a la mierda y ser el único hombre del mundo que pasó de conducir un Rolls-Royce a una camioneta de transportar gallinas'.

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