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La ficción de lo inefable

En la literatura del holocausto, las estrategias para relatar una experiencia que se ha tejido inevitablemente con los hilos de lo inefable varían según sus protagonistas. En realidad, después de metabolizados en un doloroso proceso los hechos en sí, los diversos autores que nos han ido legando sus observaciones han escogido en general dos vías: o bien la ficción estricta o bien una especie de testimonio autobiográfico novelado que ha supuesto, en realidad, la aportación genérica más característica de este relato.

Esta segunda vía es la escogida, como es bien sabido, por autores como Jorge Semprún o Primo Levi. Sin abandonar el yo -que, en definitiva, es quien va a dotar a la historia de verosimilitud-, estos autores recrean los episodios vividos en el lager, cambian los nombres de algunos personajes, asocian otros entre sí y los disponen en nuevas topografías, distribuyen sus rasgos o su personalidad según las necesidades, las licencias o las prudencias aconsejadas por la narración. Le mort qu'il faut, la última entrega, hasta el momento, de las experiencias de Semprún en Buchenwald (y cito por el original francés porque no me gusta nada -y lo siento- la cursi versión castellana) es un buen exponente de este subgénero. Si eso es un hombre y, en menor medida, La tregua, de Levi, entrarían también en este supuesto. Incluso los autores que optan por una estrategia más puramente reflexiva y abstracta (el Robert Antelme de La especie humana -Arena Libros- o el Jean Améry de Más allá de la culpa y la expiación -Pre-textos-), no pueden evitar introducir su subjetividad, precisamente porque, como reconoce Améry, 'allí donde el 'yo' debería haberse evitado por completo, se ha corroborado como el único punto de partida útil'.

Los que han preferido, en cambio, la vía de la ficción, no sé si lo han tenido, de entrada, más o menos difícil. La novelización de los hechos reales ha impedido, quizá, esas críticas que han reprochado a Semprún que se refiriera a los momentos de lectura liberadora experimentados en el campo (como si este fuera, literalmente, 'un sanatorio' donde se puede escoger Faulkner en los estantes de la biblioteca). Así, Imre Kertész puede incluir en ese denso, camusiano e indolente Sin destino (ahora reeditado por El acantilado), entre las grietas del horror indecible, los momentos de turbadora felicidad -la felicidad del que nada tiene y no espera nada- también vividos paradójicamente en Auschwitz y otros campos.

Quizá el caso paradigmático de los que han escogido hacer ficción con la Shoah sea Jurek Becker. Jakob der Lügner (Jakob el mentider, en la excelente versión al catalán de Edicions de 1984) es un ejercicio arriesgadísimo pero bien coronado de volver al ghetto con el bagaje de la comedia, antes de las payasadas sentimentales de Roberto Benigni (La vida es bella) o de las insuficiencias banalizadoras de Peter Kassovitz (que llevó al cine la historia de Becker en 1999 -Ilusiones de un mentiroso- con el inefable Robin Williams en su enésima caracterización de... Robin Williams).

La historia de Becker lleva al nudo central de este artículo. Si algo tiene que ocupar y preocupar al que escoge la ficción como vía para contar los campos nazis, ese algo es el tono de la narración que nos ofrece. En verdad, este problema no es específico de la literatura del holocausto. Es la cuestión central de toda narrativa, de todo género literario, en realidad. Un tono adecuado a lo que se cuenta, ya es la mitad del valor de un libro. Un tono inadecuado, en el peor de los casos, aunque la historia que se narre sea emotiva, valiente, sobrecogedora o simplemente justa y necesaria, perjudicará tanto al relato que lo volverá torpe, sin interés y, lo que es peor, inverosímil.

Todo esto viene a cuento por la reciente recuperación, por parte de Edicions 62, de K. L. Reich, la novela sobre Mauthausen de Joaquim Amat-Piniella. El libro se publicó primeramente, en versión castellana, en 1963. Luego aparecería en catalán y ahora se recupera lo que según parece es la versión original, redactada en Andorra entre 1945 y 1946. Mauthausen fue, como se sabe, el destino de la mayoría de los presos republicanos españoles abandonados a su suerte tras las caídas sucesivas ante el poder fascista de las repúblicas española y francesa. El título de este libro hace referencia a la marca Konzentrations Lager Reich, tatuada por doquier en los objetos del campo, y llega a los lectores al mismo tiempo que uno de los últimos e imprescindibles testimonios de aquella generación mítica: Un català a Mauthausen (Pòrtic), donde el anarquista Francesc Comellas, compañero de Amat y de tantos otros, es entrevistado por David Serrano.

Para entendernos, K. L. Reich es una crónica indispensable de aquella barbarie. Por sus páginas pasan anécdotas y matices necesarios para entender el día a día del campo de trabajo. Sus abundantes retratos incluyen, por cierto, los de dos valencianos muy diferentes, y que representan, de alguna manera, dos actitudes radicalmente opuestas de afrontar la realidad del cautiverio: por un lado está Vicenç (sic), 'el València', el típico labrador perpetuamente añorado de sus nutricias verduras natales, que muere literalmente de hambre -o sería mejor decir de la nostalgia de la comida-. Curioso personaje, que debía ser sobradamente conocido en el campo, y que me ha hecho pensar enseguida en un tipo de prisionero referido en inolvidables conversaciones con Agapito Martín (de Soneja), otro superviviente fallecido hace dos veranos. Frente a esta añoranza entrañable pero suicida, la segunda actitud la representa el también valenciano César Orquín (August en la novela de Amat) quien, aunque granjeándose la animosidad de la poderosa organización comunista clandestina, convence a los SS de que le dejen organizar una especie de subcampo donde los prisioneros, mejor alimentados, rindieran más. Y este proyecto, exitoso, salvó la vida a muchos infelices.

Pero en esta novela hay algo que falla. No es, por supuesto, ni su oportunidad ni su temática, ni su honestidad ni su detallismo casi pictórico. Es el tono, es la trama de elecciones estilísticas, es ese algo inaprehensible que dota de verosimilitud al argumento más increíble. Puestos a relatar la más terrible historia del siglo XX, es una tragedia que la crónica del lager parezca una narración costumbrista. Amat, supongo, hizo lo que pudo. Es el horror el que, finalmente, se apodera del que cuenta y de la manera de contarlo. Es el horror lo inefable.

Joan Garí es escritor.

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