De ida y vuelta
Comienza ya a ser una auténtica rareza la carrera del mexicano Beto Gómez, un hombre que se diría en perenne ida y vuelta entre su México natal y la España en la que se formó, en la que logró posproducir su primer trabajoso largometraje, El agujero, y en la que, ahora, ha conseguido financiación para, entre Euskadi y su país de origen, rodar su segundo largometraje. Dos elementos caracterizan tanto a El agujero como a este Sueño del caimán: uno, una práctica en los límites de la industria, que se concreta en películas de presupuesto reducido, por no decir ya ínfimo, rodadas en 16 milímetros e hinchadas posteriormente para hacerlas compatibles con la exhibición normal. Otro, el deseo de realizar un particular mestizaje cultural, hecho de referencias cinematográficas de ambas orillas -en algún momento de sus filmes es imposible no pensar en Buñuel, por ejemplo-.
EL SUEÑO DEL CAIMÁN
Director: Beto Gómez. Intérpretes: Daniel Guzmán, Kándido Uranga, Rafael Velasco, Roberto Cobo, Patricia Reyes Spíndola, Paco Rabal. Género: comedia. España-México, 2001. Duración: 112 minutos.
Entiéndase bien, empero, esta afirmación: que en ciertos planos, en alguna secuencia aislada las películas de Gómez remitan a Buñuel; que el ajado y noble rostro de Roberto Cobo, presente en ambos filmes y lejanísimo protagonista de Los olvidados, sirva para reforzar ese parentesco no quiere decir que el mexicano transite por los mismos caminos que el maestro de Calanda. Antes al contrario, lo que el perseverante azteca intenta es una vía personal hacia el humor, hecha a veces de trazos gruesísimos -en El agujero, por ejemplo-, otras apoyándose en referencias locales -culebrones, subcultura popular de aluvión- que, a veces, escapan si no de la consideración del respetable, por lo menos del entendimiento de este crítico.
No siempre se produce una buena simbiosis entre intenciones y logros; es más, a pesar de que El sueño del caimán es notablemente más interesante que la tosca, escolar El agujero, la mezcla entre costumbrismo zumbón, vodevil desatado y drama personal que el filme articula muestra demasiados descosidos como para resultar satisfactoria. La historia de un supuesto estudiante que, huyendo de la policía española, terminará por buscar refugio donde su padre en México, y vivirá allí una especie de experiencia entre el sueño y la pesadilla entre perdedores -casi todos los personajes de este drama son, o bien desagradables, o bien tozudamente empeñados en abocarse a la ruina- tiene algún momento interesante, bastantes desfallecimientos en el interés y algún que otro recurso de vendedor hábil, como afirmar que Paco Rabal trabaja en el filme, cuando aparece, en realidad, en no más de un par de planos, uno de los cameos más breves que se recuerdan del infortunado actor.
Pero, a pesar de todo, hay en el filme algo de suicida, de artesanal, de empecinamiento autoral de otra época que no sólo ayuda a diluir sus debilidades, sino que provoca un respeto por su creador y, más importante aún, un interés por sus próximas creaciones que se parece mucho a una discreta, paciente, tal vez incomprensible admiración.
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