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VISTO / OÍDO
Columna
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Política y calle (II)

Quizá ayer pareciera que defendía las manifestaciones en la calle como si por el hecho de salir la política a la vía pública diera la razón a los manifestantes. Pueden no tenerla. Pueden ser incluso nefastas: pero también lo pueden ser las leyes que se debaten en el Parlamento, o las formas de globalización que preparan en las grandes cumbres y de las que a veces pueden salir desastres tan espeluznantes como el asalto a Nueva York por sus víctimas o las matanzas de Afganistán por sus vengadores. La razón es otra cosa y tiene, por lo menos, puntos de vista. Las manifestaciones en Almería para que no haya un cónsul marroquí que defienda a los trabajadores de su país explotados y maltratados son de origen nazi, y en ellas estaban miembros de la policía y están sostenidas por la autoridad. Quizá en el nazismo latente esté también el nuevo racismo que se apoya en la lucha contra el terrorismo. Pero vuelvo a la cuestión: manifestaciones gremiales que fragmentan la generalidad del trabajo, manifestaciones de empresarios que defienden la protección a sus productos, pueden tener aspectos contrarios a la democracia, pero tienen su derecho. Y ese derecho crece cuando la democracia en los centros en que ha de oficiarse se convierte en autoritarismo, los pactos entre partidos o las alianzas de intercambio de votos redundan en una mayoría absoluta, o cuando aprovechando los Presupuestos del Estado se introducen modificaciones serias en la economía nacional o en los impuestos; o en el cambio de formas de vida. O cuando en el Parlamento situaciones como la de Gescartera o como las cuentas secretas, quizá como las empresas del vicepresidente Rato, se ahogan por la mayoría y los intercambios de votos. O cuando el Parlamento es más grosero que la calle, con sus golpes en los pupitres, sus alaridos, sus carcajadotas y sus insultos.

Lo que quiero decir es que, aparte de los derechos constitucionales, las manifestaciones y los actos públicos están sustituyendo a las libertades críticas. Que se encuentran menoscabadas. La calle no gobierna, no debe nunca sobrepasarse; pero no puede ser desprestigiada por ministros y diputados, ni puede ser infiltrada por agentes disfrazados, ni, desde luego, puede ser asaltada por especialistas en golpear con sus largas porras medievales.

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