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Noviazgos bajo los talibanes

Muchos jóvenes de Kabul burlaron en sus relaciones las rígidas normas integristas

Guillermo Altares

Hay una regla universal: la naturaleza siempre se abre camino. Por muy delirantes, salvajes y estrictas que fuesen las normas de conducta que los talibanes impusieron a golpe de látigo y terror a las mujeres afganas, hay una cosa que no pudieron frenar: las relaciones entre las chicas y los chicos. Cuando se intenta hablar de cuestiones como el sexo o sencillamente el ligue, los jóvenes afganos suelen ponerse rojos y no sueltan prenda. Sin embargo, con sacacorchos, se les puede tirar un poco de la lengua.

Soraya Parlika, una veterana defensora de los derechos de las mujeres afganas, que vivió en la clandestinidad los cinco años en los que las fuerzas integristas del mulá Omar ocuparon Kabul, sólo se decide a hablar de temas como el sexo o los anticonceptivos cuando se utiliza un idioma que el resto de las mujeres, presentes en la sala donde se realiza la entrevista, no entienden. Y, en esas condiciones de máxima discreción, responde a la pregunta clave: ¿Cómo se ligaba en tiempos de los talibanes?

El cortejo era muy largo, casi agotador, y comenzaba con el intercambio de cartas
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'Era muy complicado, pero las relaciones entre los jóvenes siguieron existiendo', dice. Naturalmente, se refiere a los hijos e hijas de las clases más o menos ilustradas de la capital afgana. En el resto del país funciona el matrimonio decidido por las familias, con o sin talibanes. Los jóvenes se conocen cuando las familias deciden que se deben casar. Y punto. Pero en Kabul, una ciudad en la que nació algo parecido a una clase media en tiempos de la monarquía de Zahir Shah y de la ocupación de los soviéticos, las cosas podían ser diferentes, por mucho que los talibanes intentasen devolver al país a la edad de piedra.

El método del cortejo era muy largo, casi agotador. Primero se entablaba una relación epistolar: los dos jóvenes que habían sabido de su existencia a través de familiares o amigos cómplices se escribían notas durante un tiempo. Si la cosa funcionaba y había conexión, entonces se pactaba la primera cita a cara descubierta. Era lo más complicado. No hay que olvidar que los talibanes prohibían a las mujeres salir a la calle sin burka y que, incluso con el brutal velo que impone la tradición afgana, tenían enormes restricciones en sus movimientos y no debían ir solas por la calle, ya que podían arriesgarse a tener un encontronazo con la brutal policía del Ministerio de la Promoción de la Virtud y la Erradicación del Vicio. Además, el mulá Omar había pedido que los cristales de las habitaciones, en las que había mujeres, se ennegreciesen, para no poder ser contempladas desde el exterior por un extraño. Pero esa norma, en los bloques de apartamentos de Kabul, era casi imposible de cumplir. Por esa rendija se podía colar el principio de una relación.

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La cita funcionaba de la siguiente manera, según las palabras de Parlika, corroboradas por jóvenes afganos, que pidieron no ser citados por su nombre al hablar de estas cosas: se quedaba en una ventana, en la que aparecía la chica que, cuando pasaba el chico, se quitaba el burka durante unos instantes para poder ser contemplada. La cita perfecta se producía cuando el chico y la chica conseguían ventanas en bloques enfrentados, de nuevo con la colaboración de amigos, y podían mirarse durante más tiempo. Cuanto más alto era el bloque, mejor, porque había menos posibilidades de que pasase por allí una patrulla talibán y descubriese el horrible crimen de ver a una mujer en una ventana sin burka. Si el encuentro visual había funcionado, entonces se pasaba a la siguiente fase: el teléfono. Los jóvenes se llamaban y veían si la relación iba a más. Si carecían de teléfono -en Kabul muchas viviendas lo tienen, aunque sólo funciona para llamadas locales-, seguían con las cartas. Por fin llegaba la culminación: en una casa neutral se producía la primera cita.

Soraya Parlika asegura que, en tiempos de la ocupación soviética, el acceso a los anticonceptivos era posible. Pero con la llegada de la Alianza del Norte al poder, en 1992, volvieron a la ilegalidad, que se mantuvo, y de forma más estricta, bajo los talibanes. 'Se podían conseguir, aunque era muy difícil y arriesgado. También había personas que practicaban abortos, aunque se arriesgaban a la pena de muerte', señala.

En Kabul y en otras ciudades como Mazar-i-Sharif, donde el burka había desaparecido y fue impuesto por los talibanes, que odiaban todo lo que oliese a urbano y a civilización, los jóvenes tenían otro entretenimiento para los viernes por la tarde, el día festivo del islam. Un cooperante con amplia experiencia en Afganistán se quedó alucinado cuando los trabajadores locales de su oficina le contaron su diversión de los viernes. 'Se iban al parque a ver a las chicas. Y habían desarrollado unas técnicas asombrosas para intuir lo que había debajo del burka. Si era flaca o gorda, alta o baja, pero además por el color, el tejido y los vuelos sabían si era rica o pobre. Miraban la forma de andar, el porte, los zapatos, los tobillos, las manos y sus anillos, la caída de la tela y se hacían una composición de lugar'. La naturaleza siempre se abre camino.

Habitantes de Kabul ojean revistas con fotos e ilustraciones de mujeres, prohibidas anteriormente por los talibanes.
Habitantes de Kabul ojean revistas con fotos e ilustraciones de mujeres, prohibidas anteriormente por los talibanes.AP

Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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