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Columna
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Productividad y bienestar

Emilio Ontiveros

Por si cabían pocas dudas sobre la ampliación de la brecha en producto interior bruto por habitante entre EE UU y la UE generada durante la pasada década, el informe que acaba de publicar la Comisión (European Competitiviness Report 2001) es suficientemente explícito: en 2001 esta última no superaba el 65% de la estadounidense, frente a algo más del 70% en que estaba situada en 1990. Las diferencias entre ambos bloques económicos pueden deberse a los dos conjuntos de factores que explican el crecimiento económico de cualquier país: la tasa de utilización de los factores de producción (capital y trabajo) y por la eficiencia en su uso.

En el contraste durante ese periodo, dos terceras partes de esa diferencia es atribuida a un menor grado de utilización del factor trabajo, mientras que el resto ha de ser explicado por la menor productividad del trabajo en Europa. Los dos componentes del crecimiento de la productividad del trabajo, la profundidad del capital (las variaciones en la relación entre el stock de capital y el trabajo) y el progreso técnico, crecieron bastante más en EE UU que en la UE durante la segunda mitad de los noventa, invirtiendo la tendencia convergente observada durante el último cuarto de siglo, en que el crecimiento de la productividad europea era notablemente superior al de EE UU.

España es uno de los países europeos que más empleo creó entre 1996 y 2000, pero está en las últimas posiciones en crecimiento de productividad

España, a pesar de mantener una renta por habitante equivalente a sólo el 53% de la estadounidense (sólo Grecia y Portugal están por debajo del 50%), pertenece al grupo de países europeos (junto a Irlanda, Holanda, Luxemburgo y Finlandia) que más empleo ha creado en el periodo 1996-2000, pero se sitúa en las últimas posiciones en crecimiento de la productividad. Hay países, sin embargo, que registraron significativos crecimientos de ambas magnitudes, superiores al promedio europeo, como son Irlanda y Finlandia, con el consiguiente ascenso en el nivel de vida de sus ciudadanos.

La insuficiencia del stock de capital, de nueva inversión, y de asimilación del progreso tecnológico, son las causas de ese mal comportamiento de la eficiencia con que producimos en España y, en consecuencia, esa ausencia de avances en la renta por habitante. La contribución en España de la profundización del capital en el periodo 1995-2001 es de las más bajas de Europa; menor que la registrada en los cinco primeros años de la década, apenas superior a la de 1985-90 y muy inferior a la de la década que concluye en 1985. La productividad total de los factores (medida por la diferencia entre el crecimiento de la producción y el de los inputs), indicativa del progreso técnico, sitúa a nuestra economía en la peor posición de Europa, con crecimientos medios anuales en los últimos seis años inferiores a los registrados en los veinte anteriores.

No sólo los resultados de ese informe son consistentes con los de otros trabajos más genéricos, como el OECD Growth Project, sino que también apuntan a recomendaciones políticas similares. La difusión de las tecnologías de la información y de las comunicaciones, mediante el aumento de la competencia en las telecomunicaciones, es la primera, situando a los gobiernos a la cabeza de los usuarios de las mismas; el estímulo a la innovación, otorgando a la investigación fundamental y a la financiación pública de I+D un carácter igualmente prioritario; la inversión en capital humano, el fortalecimiento de la educación, 'haciendo la profesión docente más atractiva'; y, no menos importante, el estímulo a la creación de empresas, mejorando el acceso a la financiación en condiciones de riesgo, reduciendo las barreras administrativas y contribuyendo a la adopción de actitudes favorables a la capacidad para emprender.

Todo ello, por supuesto, sin menoscabar la necesaria estabilidad macroeconómica, la apertura al exterior, la mejora en el funcionamiento de los mercados y de las instituciones y procurando que las consecuencias favorables de esos cambios queden bien distribuidas.

Que empeños tales no son algo imposible lo demuestra no sólo la recurrente referencia estadounidense, sino aquellas otras economías más pequeñas y más próximas geográfica y políticamente, en las que productividad y bienestar han seguido sendas ascendentes y compatibles entre sí. En todas ellas, sus gobiernos supieron anticipar el papel de las nuevas tecnologías y las modificaciones institucionales que exigía su inteligente aprovechamiento.

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