La vida vuelve a asomar por las calles de Kabul
Lo primero que comentan los extranjeros que conocieron Kabul durante el reinado de los talibanes es la cantidad de gente que hay en las calles desde que llegaron las tropas de la Alianza del Norte, hace más de dos semanas. Sus habitantes ya no tienen miedo de los todoterreno llenos de talibanes que imponían su ley y su orden a la primera de cambio, ni de los látigos de la policía religiosa del Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio.
Hablar de que Kabul vuelve a la vida quizá resulte excesivo, porque la mitad de la ciudad está en ruinas, la pobreza es aterradora y las condiciones de vida de la inmensa mayoría de la población son inhumanas. Pero si la vida es el caos, el bullicio, los mercados rebosantes (hay momentos en que parece que Kabul es un constante bazar), eso sí ha regresado a las calles de la capital afgana. Y también han vuelto los productos prohibidos: las cometas, prácticamente el único juguete al que pueden acceder los niños afganos, han regresado al cielo un poco por todas partes, así como las fotografías que las milicias integristas persiguieron con saña. Las que tienen más éxito -siempre hay gente parada ante los puestos que las venden- son las de los ídolos, femeninos y masculinos, de la canción y el cine indios. La palabra kitsch se quedaría muy corta a la hora de describirlas. Son imágenes de hombres y mujeres con vestidos tan indescriptibles como ajustados, sobre fondos rosas, azules o blancos, y con sonrisas que dan grima. Pero siempre hay niños, a los que todavía les quedan cuatro meses de vacaciones de invierno antes de volver al colegio, apelotonados ante estas fotografías.
Han vuelto las fotografías. Son imágenes de hombres y mujeres, artistas indios, con vestidos tan indescriptibles como ajustados, y con sonrisas que dan grima
Sed de imágenes
La sed de imágenes es enorme y se nota por todas partes. Las emisiones televisivas son seguidas con pasión, pese a que la programación no es como para tirar cohetes: telediarios, canciones patrióticas y documentales sobre Ahmed Sha Masud, el mítico dirigente militar de la Alianza del Norte asesinado por un comando de Osama Bin Laden el 9 de septiembre, aunque los jueves, víspera de festivo, ponen películas indias de tiros, sin diálogos, pero con mucha acción y sangre. Hay sólo un cine abierto en Kabul, en el que no dejan entrar a mujeres; pero cualquier lugar se convierte en una improvisada sala de proyección en vídeo. En el distrito hazara de la ciudad, Karti-si, un bar vacío durante el Ramadán que comenzó el 17 de noviembre, se ha transformado en cine, y los jóvenes se apelotonan para ver una película de acción india, Champion. Decir que esta cinta, protagonizada por Sunny Deol y Manisha K. Rahul, que aparece siempre ligera de ropa, es mala, sería un elogio, pero da igual. Lo importante es ver imágenes en movimiento, que se reciben con entusiasmo indescriptible. Naturalmente, las ventas de televisores, antenas parabólicas y vídeos se han disparado. Al volver a Kabul hace una semana, lo primero que hizo Idris, un joven afgano que abandonó la capital en 1996, fue comprarse un vídeo. Lo segundo, según relata, fue ir a su casa e invitar a sus amigos a ver Cobra, de Sylvester Stallone, como el gran plan del jueves por la noche.
Cuando dominaban la ciudad, una de las cosas que más repatearon a los talibanes fue la moda Titanic, que llegó a Kabul a finales de 2000. Las cintas piratas paquistaníes de la película de James Cameron se vendían con cuentagotas; pero hasta los reposteros de Chicken Street -la zona comercial por excelencia de la capital afgana- vendían pasteles, a escondidas, naturalmente, con los rostros de Leonardo Di Caprio y Kate Winslet. Salieron todo tipo de productos relacionados con la película, desde champús hasta arroz, que fueron prohibidos, pero que ahora han regresado a los bazares. Cosas tan diferentes como las peleas de gallos, la música o la animación en el mercado del dinero de la capital también han vuelto a surgir de la nada, como si siempre hubiesen estado allí. Sólo los restaurantes y cafés permanecen desiertos: es Ramadán (el mes sagrado de los musulmanes, en el que se ayuna desde el alba hasta el crepúsculo), y de noche hay toque de queda.
Pero las que nunca se han ido de las calles de Kabul son las viudas pidiendo limosna con sus burkas raídos, los niños con sarna famélicos que se ganan un mendrugo de pan como limpiabotas, los tullidos, las ruinas constantes... Ni la música, ni las imágenes, ni la gente, ni el fútbol, ni el optimismo consiguen ocultar el verdadero rostro de una ciudad que lleva la marca, en cada uno de sus rincones, de los 23 años de guerras que ha sufrido.
Quizá el mayor símbolo del cambio de régimen en Kabul esté en el estadio El Ghazi. Construido por los soviéticos en los años setenta, es uno de los pocos edificios que se mantiene en pie en el centro de la ciudad, aunque las gradas están marcadas por unos cuantos impactos de mortero y en los alrededores del césped se pueden encontrar casquillos de proyectiles de gran calibre. Según explica Sayeb, un joven de 22 años, allí, en los cinco años en los que los talibanes estuvieron en el poder, los viernes, después del rezo en las mezquitas, se celebraban las ejecuciones y los castigos públicos, siguiendo el estricto código tribal pastún, que prevé que sea la familia de la víctima quien mate al autor del crimen como venganza. 'Anunciaban por Radio Sharia la hora de la ejecución y a quién iban a matar. Yo nunca quise venir; pero el estadio se llenaba', asegura.
No hay vestuarios, no hay duchas, y apenas queda hierba en el campo. El Ghazi es, además, el único estadio de Kabul, lo que obliga a entrenarse en un descampado cercano para reservar el recinto a los partidos. Nada de eso desanima a los jugadores del Maiwan, uno de los 16 equipos de la primera división afgana, que durante los últimos cinco años han tenido que compartir afición y terreno de juego con el programa de ejecuciones y mutilaciones del régimen talibán. Ahora, con ese macabro recuerdo aún fresco, confían en recibir ayuda internacional para seguir jugando.
El milagro es que hayan llegado hasta aquí. Sin sueldos, pagándose los uniformes de su propio dinero y sin aplausos. Los talibanes prohibían cualquier gesto de alegría en el campo, y la megafonía tenía que pedir a los espectadores que se contuvieran cada vez que un buen pase, una gran jugada o un gol les hacían aplaudir. Tal vez era lo único que funcionaba. El Ghazi carece de iluminación o de agua para regar el césped. 'Hemos hecho lo que hemos podido, hemos intentado trabajar de acuerdo con las normas olímpicas, pero con los talibanes hemos tenido algunos problemas', reconoce Sayed Zia Musaferi, entrenador del Maiwan. La hora de juego no fue el menor de ellos. 'Un decreto del jeque Omar (el líder de los talibanes) nos impedía jugar a partir de las cinco de la tarde, lo que nos obligaba a hacerlo en las horas de más calor', recuerda. 'Además, siempre nos ponían los partidos a la hora de la plegaria, y teníamos que parar para rezar'.
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