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Columna
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Coraje para continuar la reforma

Apenas hace una docena de días, el pasado 19 de noviembre, se cumplía el 182º aniversario del Museo del Prado, uno de los primeros y más prestigiosos museos públicos del mundo. Cuando, en 1993, se celebró el segundo centenario del Museo del Louvre, el Gobierno francés aprovechó tan insigne fecha para inaugurar el fin de las obras de ampliación y remodelación de la institución, cuyo coste global supuso una inversión pública de 180.000 millones de pesetas, una cifra impresionante, pero que se justifica, no sólo por razones de prestigio, sino porque, gracias a este esfuerzo, el museo puede recibir, en las mejores condiciones, a 20 millones de visitantes anuales. Salvando las necesarias distancias, los aproximadamente 3.000 millones de pesetas de presupuesto ordinario de nuestro primer museo, que tiene dificultades hoy para recibir, en malas condiciones, apenas dos millones de visitantes al año, lo dice comparativamente todo al respecto, sin necesidad de más comentario.

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Centrándonos, en todo caso, en la polémica situación actual del Prado, hay que recordar el prometedor impulso con que el primer Gobierno del PP, secundando la voluntad del presidente Aznar, acometió la tarea de la reforma definitiva de la malhadada institución, lo cual se sustanció, en primer término, con una potenciación de la figura del presidente del Patronato y del órgano de la Permanente, cuya misión era la de descargar al director de las funciones ajenas al gobierno científico. Aunque no es fácil articular en la práctica cotidiana un gobierno bicéfalo o tricéfalo de un museo importante, así como encargar la responsabilidad de su gestión político-económico-administrativa a quien no tiene experiencia profesional museológica y trabaja, sin remuneración a 'tiempo parcial', la declarada voluntad política de resolver, de una vez, la 'modernización' del Prado generó un justificado optimismo social, sobre todo cuando rápidamente se arbitró un presupuesto extraordinario para acometer la dotación de una nueva cubierta, que finalmente supuso una inversión de 4.000 millones de pesetas, así como no se escatimaron los medios económicos para la compra de importantes adquisiciones, entre otras La duquesa de Abrantes, El vuelo de brujas y La condesa de Chinchón, de Goya. Menos fortuna tuvo, sin embargo, el diseño y el desarrollo del proyecto de ampliación del museo, con el mal planteado y fallido concurso internacional, y el constreñimiento que padeció lo encargado después a Moneo.

Tras el fallecimiento de J. A. Fernández Ordóñez a comienzos del pasado año, el nombramiento de Eduardo Serra, empresario y político de reconocida experiencia, como presidente del Patronato, dio la impresión de encauzar definitivamente la situación. No obstante, tras año y medio de gestión, la retirada cautelar del proyecto de reforma económico-administrativa del museo, elaborado a partir de un informe de la empresa Boston Consulting, que suscitó el rechazo de los conservadores de la propia institución, de no pocos especialistas de nuestro país y de los ministerios de Economía y Administraciones Públicas, demostró que el camino emprendido iba a ser muy arduo, algo que corrobora la reciente dimisión de Fernando Checa, el octavo director que abandona el gobierno del Prado desde la transición democrática de nuestro país. No creo que no se puedan salvar ninguna de las dificultades que se han presentado, incluida la denunciada por Checa y otros acerca de la anulación de la figura del director. Antes por el contrario, ahora más que nunca hay que tener la serenidad y el coraje para continuar la tarea de la reforma sin temor a rectificar errores, ajustar mejor la estrategia y buscar el máximo consenso. Un primer paso imprescindible sería no equivocarse en la elección del nuevo director, cuyo papel en el proceso de reforma debe ser crucial y estar en estrecha sintonía con el del presidente del Patronato, el cual ahora mismo debe dar la medida de su grandeza, porque prácticamente todo depende de él.

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