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CRÓNICAS
Columna
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El museo improbable

Juan Cruz

El dibujante brasileño Ziraldo, que en su país es tan famoso como Pelé, y que creó un personaje, O Menino Maluquinho, con cuya identidad alocada y pícara vive ya la memoria de varias generaciones, decía el otro día en Guadalajara (México) que el suyo es un país magnífico, excesivo, fantástico y también improbable. Lleno de imaginación, vitalidad, contrastes terribles o fabulosos, a ese país extraordinario que casi no tiene límites le viene muy bien esa frase que Hemingway le prestó a Bryce Echenique: 'Conoció la angustia y el dolor, pero jamás estuvo triste una mañana'. Le pregunté a Nélida Piñón, la novelista brasileña, también invitada a la Feria del Libro de Guadalajara, que tuvo este año a Brasil como país protagonista (el año pasado fue España, ¿se acuerdan?), si lloraban alguna vez los habitantes de Río, su ciudad. 'No, sólo cuando llueve. Y cuando llueve es terrible sobre todo para los pobres, porque no tienen dónde acogerse'.

Como si adivinara la crisis recurrente por la que pasa el Prado, el escritor brasileño Carlos Heitor Cony fue desgranando una a una las carencias que había observado

Un país improbable. Ziraldo dice que cuando él dibuja ante niños españoles el mapa de Brasil y coloca en su interior seis países del tamaño de España, los niños se sorprenden. Como él se sorprendía al mirar los mapas coloniales que representaban a la metrópolis como si fuera un gigante frente a los países de las colonias, que parecían islotes empequeñecidos por el poderío de los imperios. Carlos Heitor Cony, un escritor queridísimo en Brasil y secretísimo en Europa (al que ayer EL PAÍS entrevistaba en su sección de Cultura), tiene de Brasil una visión apasionada y melancólica: en la entrevista con José Andrés Rojo, Cony dice que el suyo es un país sin centro de gravedad, como si flotara. Periodista todos los días y novelista sólo cuando se ha sentido desdichado (durante los largos años de su felicidad jamás escribió una línea), Cony es un hombre de 75 años que aún no ha perdido la sensación de hippy anticipado que un día de los años sesenta colgó la vida acomodada en su país y se fue a Italia a ganar el tiempo de la vida. Ahora es un hombre apasionado por decir su memoria, herida o no, pero siempre esencial. Es curioso, pocas veces había visto entre los escritores tranquilos que he conocido un hombre tan discreto, tan alejado de la imprescindible autorreferencia que todo novelista lleva consigo; a él le emociona más mirar que mirarse. Hasta que habló de su perra, Mila, que murió para su desgracia y marcó su vida en un antes y un después de aquel animal de pelo abundante y marrón cuyo retrato saca como un talismán de la pequeña cartera en la que ahora convive ese recuerdo con su identidad y sus tarjetas.

Pero a Cony no le importaba hablar de literatura; le importaba Brasil, claro, pero con nosotros quería hablar sobre todo de la principal pasión de su vida cuando viaja a España. De paso para Toledo, la ciudad que le inquieta y le apasiona, porque es secreta y tiene en su seno el recuerdo sordo de tantas violencias, y de tanta sabiduría, su lugar principal es el Museo del Prado, 'o melhor museo do mundo'. Lo va a ver con la frecuencia que su ánimo de viajero frecuente le permite, y lo hace sobre todo para contemplar los cuadros de Goya, aunque no los más famosos, los que están en las postales o en los libros, sino aquellos donde el genial aragonés dibuja su propia melancolía, su rabia de existir o su ironía. Se diría que va al Prado para inspirarse, para saber más de sí mismo (y acaso de su país, que es también su tema) y de sus sueños.

Enamorado del Prado. Y cuando declaró esa pasión suya, Cony nos miró como si pidiera perdón por lo que iba a decir luego, y lo dijo: 'Pero qué mal gestionado, cómo un museo tan grande y tan hermoso no se da cuenta, y no muestra, que es el mejor museo del mundo'. Como si adivinara la crisis recurrente por la que pasa esta pinacoteca fabulosa, el escritor brasileño fue desgranando una a una las carencias que había observado: la desgana del Prado para decir qué es este museo, su desdén por exhibir su importancia, su falta de sintonía con las necesidades de sus visitantes, ese aire eclesial y antiguo que tienen sus prohibiciones y sus carencias, su falta de ambición, su esencial, interior, antiquísimo aburrimiento. Un museo que expulsa más que recibe.

Después de oír a Cony en Guadalajara expresar su amor por el Prado y su rabia porque el museo no hiciera honor a su importancia, regresé a Madrid y comprobé que siempre la realidad acaba subrayando lo que intuyen los poetas. Y ahí tenemos, otra vez, a ese museo improbable en la crisis que le toca este año porque no lo saben amar, porque no sabemos que esa caja negra de la cultura española no es un museo aún, es todavía un improbable museo que la política (¿sólo la política?) mantiene en suspenso como si fuera una ley maldita.

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