Un atasco de 111 años
El primer automóvil que circuló por Barcelona -que también era el primero de España- no tenía cuatro ruedas, era un triciclo. Fue construido en 1890 por el industrial y mecenas Francesc Bonet y utilizaba un motor diseñado por Karl Daimler, el mismo que luego se asoció con un tal Benz y que tenía una hija que se llamaba Mercedes. Pero eso fue más tarde, porque en aquel momento primigenio los automóviles se construían totalmente a medida y con la ayuda de varios especialistas que ensamblaban las partes como bien sabían. Primero se compraba un motor, luego se acoplaba a un chasis y finalmente se entregaba a un carrocero, que, como su nombre indica, era un especialista en carrozas, para que lo vistiera.
'Ir más deprisa es vivir más', aseguraba un cronista de 1900. 'Algún día viviremos a perpetuidad', añadía
Bonet, sin embargo, no consiguió encontrar en Barcelona a un solo mecánico que le pudiera construir un diferencial para el eje trasero de su automóvil, y por esta razón el vehículo tomó la forma de triciclo. Su potencia era muy limitada, tanto que no le permitía subir el paseo de Gràcia más arriba de la calle de la Diputació.
Han pasado desde entonces 111 años y está claro que, más que ningún otro artilugio, el automóvil es el invento que ha definido el siglo XX. Las ciudades -y con ellas nuestras vidas- se han ido adaptando a sus necesidades, cada vez mayores; a su tiranía, siempre más aplastante, e incluso ahora, cuando la pura evidencia de que ya no cabíamos nos ha obligado a echarlo de algunos lugares, el mismo proceso de recuperar los espacios sigue vertebrándose en función del automóvil. Esta larga historia centenaria de amor y odio se puede recorrer, comprimida, visitando la exposición instalada e inaugurada el miércoles pasado en el Espai Miserachs del Palau de la Virreina, titulada precisamente: Barcelona i el cotxe. Cent anys d'amor i odi, y en profundidad a través del libro del mismo título de Gabriel Pernau, publicado por Lunberg, del que surgió la idea de la exhibición y que ahora, paradójicamente, se ha convertido, además, en el sorprendente catálogo de ésta.
El coche ha pasado de tal manera a ser parte de nuestras vidas que no podemos ni siquiera imaginarnos la existencia sin él. Pero la cosa no estaba nada clara cuando las primeras máquinas humeantes empezaron a rodar por las calles. Los cronistas de principios del siglo pasado denunciaban que 'artefactos mortíferos' recorrían las recién estrenadas calles del Eixample a 'velocidades criminales'.
La sociedad de finales del siglo XIX confiaba más en el ferrocarril, que ya había probado su utilidad, que en el coche. Cuentan las hemerotecas que aquellas 'máquinas siniestras' atropellaban a todo el mundo. La ciudadanía acostumbraba a reaccionar con la misma violencia: quemaba los vehículos causantes de la agresión, a poder ser con el conductor dentro. Visto lo cual los chauffeurs -así se les llamaba- optaban por salir corriendo del lugar, darse a la fuga y abandonar al atropellado a su suerte. Una costumbre que aún se mantiene.
Pero ya entonces hubo algunos visionarios que apuntaron razones de peso en favor del invento. 'Ir más deprisa es vivir más. Algún día viviremos a perpetuidad', decía uno de los cronistas. 'Seremos un pueblo mecánico', anunciaba otro. 'Hasta ahora hemos sido un pueblo artístico y ahora adquiriremos un espíritu metódico', añadía con una cierta admiración por otras latitudes. Ni que decir tiene que fueron estos últimos los que acertaron, porque incluso ahora, cuando la nueva sociedad de las comunicaciones arrincona el motor de hierro de la industria pesada, sigue habiendo una excepción: el automóvil mantiene su prestigio.
Del libro de Pernau y de la exposición también se desprende que el artilugio era, además, un juguete destinado a crear ilusión. Hay una fotografía de una pareja montada en un coche descapotable el día de San Cristóbal -patrón de los semovientes, por aquello de que llevó a cuestas al niño Jesús para cruzar un río- del año 1930 a punto de ser bendecida por el cura párroco ante la admiración de los contertulios. El pie de foto dice simplemente: 'Las caras de unos y otros demuestran quién tiene automóvil y quién no'. Y es que el invento despertaba ilusión al tenerlo, pero también miraban arrebolados los peatones que contemplaron el primer semáforo, o los que se desplazaban por la llamada autopista de Castelldefels, o quienes entraron en un lugar tan insólito como el primer aparcamiento subterráneo del paseo de Gràcia.
La historia de amor y odio, o la del atasco monumental, va desde el triciclo del señor Bonet al Hispano Suiza con la matrícula B-1, que fue propiedad del banquero José Garriga Nogués, pero que según los historiadores correspondía originalmente a un Berliet cuya placa fue trasladada más tarde; a los autos desvencijados en la plaza de toros durante la guerra civil; a los camiones alemanes regalados por Hitler a Barcelona posando en la plaza de Sant Jaume, o a la anécdota de que a Franco le regalaron un Hispano Suiza sin saber que el caudillo no tenía carnet de conducir y no le gustaban los coches, lo que no impidió que la fábrica Seat se instalara en la capital catalana, en contra de sus deseos, porque así lo exigieron los directivos italianos de Fiat.
La última parte son las imágenes de la ciudad amansada, de las calles peatonales prohibidas a los vehículos motorizados. 'Fuimos felices mientras duró, pero ahora, entrando en el siglo XXI, esta historia se ha acabado', dijo el alto cargo del Ayuntamiento durante la inauguración.
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