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Columna
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Vasquismo cívico

Hace unos días el Círculo de Empresarios nos advertía de los riesgos y de los costes, también económico-sociales, de la no-España, a lo que desde el nacionalismo etnicista gobernante se les respondía con que el riesgo verdadero sigue siendo la demasiada-España. Los empresarios venían a recordarnos que ya era hora de acabar con viejos fantasmas del pasado que solo sirven para desestabilizarnos, rompernos y oscurecer nuestro futuro. Mientras que el nacionalismo parece preferir recrearse en las definiciones de ese pasado obsoleto, con el único fin de satisfacer su delirio y seguir disfrutando de la prórroga de su poder, sin reparar en gastos. Nuestra democracia consolidada ha enterrado ese pasado para siempre, pero hay quien parece no querer o no poder enterarse. La democracia se recrea y ensancha cada día que la comunidad política se cohesiona, y esto solo es posible cuando se reafirma en su ciudadanía plural. De lo contrario, no será posible una legitimidad democrática compartida, no habrá estabilidad y la propia democracia correrá grave riesgo. ¿No es acaso esto lo que nos está pasando, cuando nos matan o nos persiguen por la patria o cuando, por la patria, nos califican de malos ciudadanos o nos tratan como ciudadanos de segunda?

'Frente a las definiciones étnicas del patriotismo, se hace más necesario el civismo democrático'

Lo que nos une y nos iguala a los miembros de una comunidad política democrática es, precisamente, la ciudadanía que nos hace libres individualmente y nos convierte en sujetos de derechos y deberes fundamentales. Pero la ciudadanía no es solo fruto de una declaración formal o de su reconocimiento en un texto legislativo de máximo rango. Es, sobre todo, el resultado de un contrato social constituyente y legitimador, que contiene razones, sentimientos, actitudes, estilos y prácticas de convivencia en común. Una vez constituido, hay que seguir cultivándolo. En la Constitución y el Estatuto los ciudadanos españoles y vascos hemos hecho lo primero, el contrato social. Ahora en la política y en la sociedad tenemos que intentar lo segundo, el cultivo de esos valores y prácticas, aunque sea de modo imperfecto, lento, difícil e, incluso, a contracorriente.

A partir de este núcleo fundamental y fundacional de nuestro contrato social, que tiene que ser cívicamente defendido y preservado, podemos después diferenciarnos en pluralidad por referencia a identidades, lealtades, orígenes y destinos distintos. Pero la pretensión contraria, la de apropiarse de lo comunitario desde una de las múltiples definiciones o lealtades o, como consecuencia de lo anterior, la exclusión, teórica o práctica, de una parte de los miembros de la comunidad, cercena derechos individuales fundamentales (sobre todo, el derecho a la vida). O, simplemente, pone por delante de éstos, si no en contra, imaginarios derechos colectivos. De este modo se rompe la ciudadanía democrática, porque fragmenta y enfrenta a la comunidad política con órdenes sociales y legitimidades contrapuestas. Esta estrategia es muy útil para reforzar el poder de unos contra otros, al excluir de la competición a los otros. Pero lo que produce es aniquilar la ciudadanía democrática. En efecto, la ciudadanía democrática se resiente y quiebra, cuando la comunidad política que ésta sustenta es raptada o fragmentada por la definición y el control que de ella pueda ejercer la comunidad étnica.

Necesitamos reafirmar nuestro patriotismo cívico, convertido en núcleo y centro sociológico y político de nuestra pluralidad comunitaria. Y necesitamos todos que este centro, sociológicamente mayoritario, se nutra políticamente de una forma centrípeta frente a las dinámicas centrífugas, inducidas incluso desde las instituciones. Si la dinámica centrípeta es moderación, acuerdo, reconocimiento mutuo, confianza y lealtad, la tensión centrífuga es división, polarización, imposición y confrontación de todos contra todos.

Cualquiera puede juzgar dónde estamos y de dónde venimos. Frente a las definiciones étnicas del patriotismo de uno u otro signo, que se retroalimentan en la incompatibilidad, la confrontación y la exclusión, se hace más necesario el orgullo patriótico o comunitario de lo que nos puede unir: el civismo democrático. Si se me permite el atrevimiento, el patriotismo constitucional recomendado por Habermas para su Alemania natal se puede entender entre nosotros como patriotismo cívico. Al anteponer la ciudadanía democrática a cualquier otro atributo comunitario y al entender la comunidad política de una forma civil, secular y despojada de definiciones etnicistas. La comunidad democrática vasca solo puede ser tal, si este patriotismo cívico arraiga en su espíritu estatutario originario. Esta, y no otra cosa, es el vasquismo cívico, por el que nacionalistas, federalistas o regionalistas nos podemos entender en la defensa de una comunidad vasca democrática.

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Desde esa perspectiva común podremos vencer a la ofensiva de la única amenaza importante, la del patriotismo étnico excluyente, del signo que sea. Ese es el principal valor del Estatuto y ese es el lugar de encuentro de nuestra mayoría sociológica. La política del vasquismo cívico es la única que nos puede devolver el futuro.

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