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Columna
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Azorín marroquí

Vicente Molina Foix

Eternamente flaco y con la bufanda, Azorín es inimaginable en zaragüelles. Tampoco llevaría chilaba ni babuchas por casa, sino batín y zapatillas de paño a cuadros. Modoso, sosegado, ascético, nunca nos pareció un escritor que se alucinara fumando pipas de kif. Y si España tuvo alma en la primera parte del siglo XX, no hubo nadie que la auscultara mejor que aquel hombre a punto de la levitación cuando oía el silencio de un pueblecito manchego o una ristra de ajos inveterados colgaba ante sus ojos de cámara de cine en una despensa.

Pero yo sí alucino releyendo estos días -mientras no hay embajador del reino de Marruecos en nuestro suelo y muchos cronistas hispanos se encienden con los desplantes de Mohamed VI- El paisaje de España visto por los españoles, un librito que el gran escritor de Monóvar publicó en 1941. Allí, en un capítulo titulado España y África, se dice lo siguiente: '¿Por qué ha de ser ofensiva para el español la frase de que África comienza en los Pirineos?'. Azorín está reseñando La fiesta árabe, una obra francesa de los hermanos Tharaud recién traducida entonces, y a lo largo de su artículo establece comparaciones entre los hábitos, los rasgos físicos, el paisaje y los olores, sabores y sonidos que tan iguales encuentra en Marruecos y en el amplio sur español. 'Este patio silencioso, recatado, de paredes cuidadosamente enlucidas, ¿a qué casa pertenece? ¿A una marroquí o a una alicantina? Y estos ojos anchos, negros y reidores, o tristes, con una tristeza profunda y desgarradora, ¿de quién son? ¿De una bella africana o de una hermosa alicantina?'.

Habla después Azorín de la legendaria costumbre de tantos moros y judíos expulsados de nuestro país, conservando la llave de sus arrebatadas casas en una espera simbólica de regreso. Caso de que los inmigrantes magrebíes que llegan hoy a nuestro suelo trajeran la llave de sus antepasados, ninguna cerradura se les abriría, pues en los cimientos de sus antiguas viviendas están las plazas de garaje de los bloques de apartamentos allí levantados, y todas las puertas han sido blindadas. Hay una voluntad bucólica, casi fantástica, en la mirada igualatoria y conciliadora de este Azorín castellano viejo defensor de nuestra raíz arábiga. ¿Por qué no ser utópico como el escritor y entrar en el terreno del alma?

A mí me resulta evidente que, más allá de las conveniencias diplomáticas, los puntos contenciosos (como el del Sáhara) y los intentos fumistas del monarca alauita, Marruecos tiene razón cuando acusa a España de actuar con complejo de superioridad.También Azorín prevé esto en su libro, citando un ensayo no de algún romántico cosmopolita ni un imán fervoroso, sino del padre Feijoo, quien al repasar a principios del siglo XVIII el mapa intelectual de los distintos países reconocía la pobreza comparativa de los musulmanes respecto a los cristianos y también respecto a su propio pasado de esplendor sociopolítico. 'El suelo y el cielo, los mismos son ahora que entonces', escribe Feijoo, 'si les falta la cultura, no es vicio del clima, sino de su inaplicación', añadiendo, sin duda para rebajar irónicamente ese último término suyo: 'Fuera de que acaso no son tan incultos como se imagina'.

Sólo hay que cambiar la palabra 'inaplicación' por 'educación'. Distinguir 'cultura' de 'oferta cultural'. Sopesar su escasez con nuestra riqueza, recordando otro concepto que viene aquí muy a cuento, 'colonialismo'. El trato con los vecinos del Sur no ha de evitar, naturalmente, la libre crítica de lo que allí resulte para una conciencia democrática inaceptable o retrógrada, pero la mirada ha de dirigirse al mismo nivel, no de arriba abajo. 'Todas las naciones son iguales, específicamente en inteligencia', afirma Azorín en su glosa a Feijoo. No tratemos magistralmente a los norteafricanos, dándoles lecciones. Pues no se trata de hijos pródigos, ni de un rebaño de ovejas descarriadas, ni siquiera de niños díscolos. 'Los más próximos 'hermanos' (el subrayado es mío) de los españoles están pasando el Estrecho, aquende el Atlas'. También lo dijo Azorín, hace sesenta años.

Una muy larga tradición

'Antes del zar Pedro el Grande, que a principios del siglo XVIII abrió una ventana a Occidente y fundó las Academias de Arte, no existía otra pintura profesional en Rusia que la de los iconos', comentaba Ekaterina Selezneva. A mediados del siglo XIX, gracias al descubrimiento de nuevas técnicas de restauración, se devolvió a los viejos iconos su original esplendor y coleccionistas de arte ruso, como el mismo Pavel Tretiakov, fundador de la galería que lleva su nombre, promovieron su revalorización al tiempo que impulsaban el arte contemporáneo de su país, influido en parte por estas imágenes. Con la Revolución de Octubre los iconos se sacaron de las iglesias y se dispersaron por numerosos museos regionales. Nicolás Jokolov decía que 'cada icono está bañado en sangre de mártires cristianos'. Nadezda Bekeneva reconocía, en cambio, que fue entonces cuando comenzó su recuperación científica.

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