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Reportaje:

Se alzan los velos en Kabul

Nafisa y cuatro de sus hijos han aceptado invitarme a su casa, pese a que el padre se ha marchado al centro de la ciudad. Ha sido a propuesta mía. Caminaban por la calle, en fila india. Khomayan, hijo de 18 años, el primero. Le seguían tres mujeres cubiertas con burkas azules, y una niña de 10 años, con un pañuelo blanco a la cabeza, iba la última. Le pedí al intérprete que se dirigiera al muchacho, para no herir susceptibilidades, y le preguntara si podía hablar con las mujeres. Para muchos afganos es una ofensa que uno se dirija a las mujeres sin pedir permiso primero a los varones, aunque se trate de poco más de un adolescente.

A través de la rejilla del burka, Nafisa respondía a mis preguntas mientras decenas de curiosos se iban apelotonando a nuestro alrededor. Pregunté entonces si sería posible que siguiéramos la conversación en su casa, de forma distendida, sin estar rodeados por lo que ya era casi una multitud. Khomayan, ejerciendo de jefe de familia en ausencia del padre, respondió afirmativamente.

'Estábamos ciegos, con los ojos vendados; ahora ya podemos ver', dice el tendero Daud, que asegura que está vendiendo 150 televisores diarios
'Es maravilloso pensar que mis hijas van a poder volver al colegio. Ahora apenas saben leer y escribir, pero en el futuro no serán unas ignorantes'

Nafisa y su marido eran profesores de manualidades en un orfanato regentado por una institución benéfica hasta que llegaron los talibanes. Fueron despedidos de su trabajo y tuvieron que agarrarse a lo que pudieron para sobrevivir. 'Toda la familia teje alfombras', explica Nafisa. Desde el menor de los hijos, de ocho años, hasta el mayor, de 22, pasan todo el día hilando en su propia casa. El producto de su trabajo lo venden a un almacén que les paga unos tres dólares (500 pesetas) por metro tejido.

Nafisa y su familia estaban durmiendo cuando los talibanes se retiraron de Kabul. Como muchos otros habitantes de la ciudad, a la mañana siguiente no podían dar crédito a la noticia de que sus opresores se habían marchado y las fuerzas de la Alianza del Norte estaban a punto de entrar en la capital afgana. 'Cuando nos levantamos se habían ido, sentimos una felicidad inmensa'. Aun así, Nafisa y sus hijas pasaron tres días sin atreverse a salir a la calle. Cuando las detuve en medio de una acera estaban dando su primer paseo.

'Ha sido terrorífico', afirma Nafisa, al recordar el pasado reciente, mientras permanecemos sentados en el suelo, sobre una alfombra, entre las cuatro paredes desnudas de una de las tres habitaciones de su humilde vivienda. 'El más mínimo delito estaba castigado con la penamás severa', añade, intentando explicar al extranjero el reinado del terror impuesto por el siniestro régimen talibán. 'A mí me detuvieron una vez en la calle y me dieron varios latigazos. Luego me llevaron a una comisaría y me cortaron el pelo porque decían que lo llevaba muy largo', recuerda Khomayan, interviniendo en la conversación.

A golpes de látigo

Una de las señales más evidentes estos días en Kabul de la evaporación del régimen talibán es la desaparición de la temida y todopoderosa policía religiosa, dependiente del Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio. Como puede atestiguar Khomayan por propia experiencia, la policía religiosa ejercía su poder de forma cruel y arbitraria, imponiendo a golpes de látigo las nuevas normas de conducta, que parecían más propias de una prisión que de una sociedad urbana. Pero es que los talibanes convirtieron Kabul y el resto del país en una gran cárcel regida por su ciego fanatismo.

'Es maravilloso pensar que mis hijas van a poder volver al colegio. Ahora apenas saben leer y escribir. Pero en el futuro no serán unas ignorantes', comenta con alivio Nafisa. Una de las primeras decisiones anunciadas por las nuevas autoridades de Kabul, por la Alianza del Norte, es el levantamiento de la prohibición de que las niñas vayan a la escuela. Las hijas de Nafisa, que dentro de casa no ocultan su rostro, se muestran excitadas al hablar de la posibilidad de ir al colegio. La mayor de las presentes tiene 16 años, se llama Fazela y asegura que quiere ser maestra. Ya casi ni se acuerda de cómo era la escuela a la que acudía de niña. 'Y podrán trabajar fuera de casa', añade Nafisa. Otra de las prohibiciones impuestas a la mujer por los misóginos del turbante negro era precisamente la de trabajar.

Kabul está en ebullición. Todo el mundo habla en las calles de la huida de los talibanes y la llegada de la Alianza del Norte. Todo el mundo significa, en términos afganos, los hombres. Pese a la caída del régimen talibán, son pocas las mujeres que se ven por la calle, y muchas menos las que se atreven a salir sin el burka. Se podrían contar con los dedos de una mano.

'Cuando pase un tiempo y veamos que la situación ha cambiado realmente y es segura, entonces nos quitaremos el burka', me ha comentado un rato antes Nafisa. 'Aunque vestiremos a la manera tradicional islámica'. Para Nafisa esa vestimenta correcta, a la luz del islam, significa ir tocadas con un pañuelo a la cabeza como el que lleva en público su hija menor.

En la calle Istiqlal, en una verja junto al bombardeado edificio de Ariana, las líneas aéreas afganas, varios puestos callejeros exhiben pósteres de todo tipo; los que más llaman la atención y los preferidos por los clientes son los de jóvenes muchachas. Entre ellos destaca el de Rani Mukarjee, una actriz de cine india muy popular en Afganistán, aunque hacía años que su rostro, como el de cualquier ser viviente, no podía exhibirse en público. Pero hay también afiches de jóvenes parejas, de niños y niñas rubios y de animales de compañía, como cachorros de perros y gatos.

En una imagen que resume muchas de las contradicciones en la capital afgana, una mujer cubierta con el burka se detiene a observar los pósteres de un Arnold Schwarzenegger exhibiendo mus-culatura mientras sujeta un arma, y de un Sylvester Stallone con el torso descubierto y empuñando los guantes de boxeo. Le pregunto a la mujer si ha comprado algo y me asegura que no ha encontrado lo que busca. 'Pero la gente es ahora libre de comprar lo que quiera', añade con satisfacción.

Observar fotografías

También hay fotos en formato tarjeta postal. El dueño del puesto callejero explica que ha tenido todo el material guardado durante los últimos años en su casa, a la espera de poder ponerlos a la venta. Ahora lo ha hecho y no faltan clientes ni gente que se detenga simplemente por el gusto de observar las fotografías, la mayoría de escasa calidad.

No lejos de la calle Istiqlal se encuentra la calle Nadir Pastun. En apenas el centenar de metros que tienen de recorrido se suceden los comercios de productos electrónicos. Hoy es una de las calles más concurridas de Kabul y hay un revuelo enorme. En los escaparates han comenzado a aparecer, como por arte de magia, televisores, radiocasetes, videojuegos y antenas parabólicas.

En el interior de la Farooq Ishar Zay Store, su propietario, Mohamed Daud, me recibe efusivamente y me invita a un té. Se le ve eufórico y despliega una actividad y una energía que resultan agotadoras. 'Estábamos ciegos, con los ojos vendados; ahora ya podemos ver', me dice con satisfacción. Para Daud esa vuelta a la luz tiene mucho que ver con la prosperidad de su negocio. Asegura que está vendiendo 150 televisores diarios y pone en marcha el que tiene sobre el mostrador, conectado a una antena parabólica, y sintoniza un canal musical de la India.

'Si agarro a algún talibán lo ahogo con mis propias manos', prosigue Daud. Toda su mercancía ha sido traída de contrabando desde Pakistán. Lo ha estado haciendo durante años y vendiendo los aparatos, fundamentalmente de música, en la clandestinidad. Varios de sus alijos cayeron en manos talibanes y fueron inmediatamente destruidos. Ahora su negocio vuelve a florecer.

Entre las muchas negaciones a cualquier atisbo de vida impuestas por los talibanes estaba la de escuchar música. La música fue prohibida en la radio, en las calles, en las bodas. Ahora Mohib, un joven de 23 años, pasea calle arriba y abajo con un radiocasete bajo el brazo. Luce orgulloso su rostro recién rasurado. Por fin ha podido desafiar la obligación de dejarse crecer la barba impuesta por los talibanes. La música, estridente para mi gusto, sale a borbotones por el altavoz del aparato.

'Estamos muy contentos, ahora somos como cualquier ser humano', me cuenta Mohib mientras le pido que baje el volumen de su radiocasete para que nuestra conversación no sea un diálogo de sordos. De nuevo la gente se agrupa a nuestro alrededor. La expectación es enorme cada vez que aparece un extranjero y se pone a preguntar, tomar nota y recoger la conversación en una grabadora. Son también muchos años en los que apenas ha habido extranjeros en Kabul, y los pocos que había tenían muy limitados los movimientos. Además, siempre estaba la amenaza de ser víctimas de la polícia religiosa si se hablaba con los afganos sin una autorización previa. Hablar con las mujeres estaba estrictamente prohibido.

El bazar central de Kabul es uno de los lugares más bulliciosos de la ciudad. Los tenderetes exhiben distintas variedades de frutas y verduras, de frutos secos y golosinas, en medio de un continuo revolotear de moscas. En los comercios se puede encontrar prácticamente de todo, incluso productos occidentales, como Coca-Cola, Pepsi-Cola o Nescafé. No hay desabastecimiento ni lo ha habido, según cuenta la gente, durante los últimos tiempos. Pero la mayoría de la población apenas puede comprar esos productos. No ya los occidentales, cuyo precio es prohibitivo, sino la propia producción local. Uno de los grandes desafíos a los que tendrán que hacer frente las nuevas autoridades de Kabul es intentar que la situación económica deje de condenar a miles de familias al hambre, a una vida al borde de la supervivencia.

El filántropo Yajeb

A las puertas de un almacén textil, un centenar de mujeres, todas imbuidas en sus burkas, aguardan pacientemente. Vienen por la mañana y se marchan por la noche desde hace cuatro días, a la espera de que aparezca Haji Yajeb, el propietario. Yajeb ejerce de filántropo repartiendo comida entre los pobres. Las mujeres reciben una especie de cartilla de racionamiento que les da derecho a una ración de un kilo de arroz mezclado con algo de carne.

La primera mujer a la que me dirijo se llama Sohaila, tiene 35 años y es viuda. Como en el caso de la mayoría de las viudas, su situación es dramática. Prohibido el trabajo de la mujer, las viudas tienen que hacer auténticos malabarismos para sobrevivir y mantener a sus hijos. En un país donde el principal oficio en los últimos 20 años ha sido el de las armas, el número de viudas es sobrecogedor. 'Los talibanes nos condenaron a morir poco a poco. Espero que el futuro Gobierno pueda alimentarnos', dice Sohaila sin demasiada convicción. O quizá es que resulta difícil calibrar el peso y el tono de las palabras cuando salen a través de la rejilla del burka y no se puede ver la mirada de quien nos habla.

Poco a poco se va formando un corro a nuestro alrededor y el revuelo va en aumento. Las mujeres creen que reparto algún tipo de ayuda. Comienza una dura pugna por acercarse a mí y desde detrás empiezan a empujar. En unos minutos la situación se ha vuelto caótica y el intérprete me saca casi en volandas. La desesperación de esas mujeres puede adivinarse en sus frenéticos movimientos, por más que sea imposible ver sus rostros.

En el recorrido por las calles de la capital afgana la presencia de los hombres de la Alianza es patente. Fuertemente armados, los muyahidines recorren las avenidas o vigilan las principales intersecciones. Pero esa presencia no parece molestar a la población, aunque sea un signo inquietante de cara a la instauración de un futuro régimen democrático.

Fuera turbantes negros

Resulta sorprendente la rapidez con la que ha desaparecido de Kabul cualquier signo visible de los talibanes. El único rastro son los letreros a las puertas de algunos ministerios, en los que se lee 'Emirato Islámico de Afganistán', el nombre dado al país por el régimen talibán. Nadie a quien se pregunte en la calle dice la más mínima palabra positiva hacia ellos. Es seguro que algunos de los habitantes de la capital simpatizaban con ellos. Pero ahora lo ocultan o se ocultan ellos mismos. Ya no hay turbantes negros en las calles de Kabul, su seña de identidad.

Los símbolos del cambio en Kabul son aún escasos en muchos aspectos, como en lo relativo a las mujeres. Pero se trata quizá de un error de percepción a los ojos de un occidental. Lo que para un europeo puede parecer un detalle nimio se convierte en un mundo con relación a lo vivido hasta ahora por la población afgana. Uno sólo acierta a comprender la magnitud de ese cambio cuando logra hacerse a la idea del terror impuesto por los talibanes.

En la plaza Ariana sigue en pie el poste de tráfico del que los talibanes colgaron al ex presidente Mohamed Najibulá al día siguiente de ocupar Kabul, tras sacarlo de su refugio en unas instalaciones de la ONU y torturarlo salvajemente. El ex presidente del régimen prosoviético no era muy popular entre sus conciudadanos y pocos hubieran llorado su muerte. Pero la brutalidad y el ensañamiento con que los talibanes ajusticiaron a Najibulá hizo entender a muchos que el nuevo régimen no iba a mostrar misericordia hacia nadie. Afganistán era entonces un país abandonado a su suerte por la comunidad internacional.

'Espero que esta vez el mundo nos ayude', me dice Nafisa mientras apuramos el último sorbo de té. 'Cuando los comunistas cayeron todo el mundo nos abandonó y a nadie le importó nuestra suerte. Creo que podemos tener un futuro en paz, pero nos tienen que ayudar'. Insalah ('Dios lo quiera') añade, utilizando la expresión habitual en el mundo islámico. Insalah. Es la única respuesta que puedo ofrecerle.Nafisa y cuatro de sus hijos han aceptado invitarme a su casa, pese a que el padre se ha marchado al centro de la ciudad. Ha sido a propuesta mía. Caminaban por la calle, en fila india. Khomayan, hijo de 18 años, el primero. Le seguían tres mujeres cubiertas con burkas azules, y una niña de 10 años, con un pañuelo blanco a la cabeza, iba la última. Le pedí al intérprete que se dirigiera al muchacho, para no herir susceptibilidades, y le preguntara si podía hablar con las mujeres. Para muchos afganos es una ofensa que uno se dirija a las mujeres sin pedir permiso primero a los varones, aunque se trate de poco más de un adolescente.

A través de la rejilla del burka, Nafisa respondía a mis preguntas mientras decenas de curiosos se iban apelotonando a nuestro alrededor. Pregunté entonces si sería posible que siguiéramos la conversación en su casa, de forma distendida, sin estar rodeados por lo que ya era casi una multitud. Khomayan, ejerciendo de jefe de familia en ausencia del padre, respondió afirmativamente.

Nafisa y su marido eran profesores de manualidades en un orfanato regentado por una institución benéfica hasta que llegaron los talibanes. Fueron despedidos de su trabajo y tuvieron que agarrarse a lo que pudieron para sobrevivir. 'Toda la familia teje alfombras', explica Nafisa. Desde el menor de los hijos, de ocho años, hasta el mayor, de 22, pasan todo el día hilando en su propia casa. El producto de su trabajo lo venden a un almacén que les paga unos tres dólares (500 pesetas) por metro tejido.

Nafisa y su familia estaban durmiendo cuando los talibanes se retiraron de Kabul. Como muchos otros habitantes de la ciudad, a la mañana siguiente no podían dar crédito a la noticia de que sus opresores se habían marchado y las fuerzas de la Alianza del Norte estaban a punto de entrar en la capital afgana. 'Cuando nos levantamos se habían ido, sentimos una felicidad inmensa'. Aun así, Nafisa y sus hijas pasaron tres días sin atreverse a salir a la calle. Cuando las detuve en medio de una acera estaban dando su primer paseo.

'Ha sido terrorífico', afirma Nafisa, al recordar el pasado reciente, mientras permanecemos sentados en el suelo, sobre una alfombra, entre las cuatro paredes desnudas de una de las tres habitaciones de su humilde vivienda. 'El más mínimo delito estaba castigado con la penamás severa', añade, intentando explicar al extranjero el reinado del terror impuesto por el siniestro régimen talibán. 'A mí me detuvieron una vez en la calle y me dieron varios latigazos. Luego me llevaron a una comisaría y me cortaron el pelo porque decían que lo llevaba muy largo', recuerda Khomayan, interviniendo en la conversación.

A golpes de látigo

Una de las señales más evidentes estos días en Kabul de la evaporación del régimen talibán es la desaparición de la temida y todopoderosa policía religiosa, dependiente del Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio. Como puede atestiguar Khomayan por propia experiencia, la policía religiosa ejercía su poder de forma cruel y arbitraria, imponiendo a golpes de látigo las nuevas normas de conducta, que parecían más propias de una prisión que de una sociedad urbana. Pero es que los talibanes convirtieron Kabul y el resto del país en una gran cárcel regida por su ciego fanatismo.

'Es maravilloso pensar que mis hijas van a poder volver al colegio. Ahora apenas saben leer y escribir. Pero en el futuro no serán unas ignorantes', comenta con alivio Nafisa. Una de las primeras decisiones anunciadas por las nuevas autoridades de Kabul, por la Alianza del Norte, es el levantamiento de la prohibición de que las niñas vayan a la escuela. Las hijas de Nafisa, que dentro de casa no ocultan su rostro, se muestran excitadas al hablar de la posibilidad de ir al colegio. La mayor de las presentes tiene 16 años, se llama Fazela y asegura que quiere ser maestra. Ya casi ni se acuerda de cómo era la escuela a la que acudía de niña. 'Y podrán trabajar fuera de casa', añade Nafisa. Otra de las prohibiciones impuestas a la mujer por los misóginos del turbante negro era precisamente la de trabajar.

Kabul está en ebullición. Todo el mundo habla en las calles de la huida de los talibanes y la llegada de la Alianza del Norte. Todo el mundo significa, en términos afganos, los hombres. Pese a la caída del régimen talibán, son pocas las mujeres que se ven por la calle, y muchas menos las que se atreven a salir sin el burka. Se podrían contar con los dedos de una mano.

'Cuando pase un tiempo y veamos que la situación ha cambiado realmente y es segura, entonces nos quitaremos el burka', me ha comentado un rato antes Nafisa. 'Aunque vestiremos a la manera tradicional islámica'. Para Nafisa esa vestimenta correcta, a la luz del islam, significa ir tocadas con un pañuelo a la cabeza como el que lleva en público su hija menor.

En la calle Istiqlal, en una verja junto al bombardeado edificio de Ariana, las líneas aéreas afganas, varios puestos callejeros exhiben pósteres de todo tipo; los que más llaman la atención y los preferidos por los clientes son los de jóvenes muchachas. Entre ellos destaca el de Rani Mukarjee, una actriz de cine india muy popular en Afganistán, aunque hacía años que su rostro, como el de cualquier ser viviente, no podía exhibirse en público. Pero hay también afiches de jóvenes parejas, de niños y niñas rubios y de animales de compañía, como cachorros de perros y gatos.

En una imagen que resume muchas de las contradicciones en la capital afgana, una mujer cubierta con el burka se detiene a observar los pósteres de un Arnold Schwarzenegger exhibiendo mus-culatura mientras sujeta un arma, y de un Sylvester Stallone con el torso descubierto y empuñando los guantes de boxeo. Le pregunto a la mujer si ha comprado algo y me asegura que no ha encontrado lo que busca. 'Pero la gente es ahora libre de comprar lo que quiera', añade con satisfacción.

Observar fotografías

También hay fotos en formato tarjeta postal. El dueño del puesto callejero explica que ha tenido todo el material guardado durante los últimos años en su casa, a la espera de poder ponerlos a la venta. Ahora lo ha hecho y no faltan clientes ni gente que se detenga simplemente por el gusto de observar las fotografías, la mayoría de escasa calidad.

No lejos de la calle Istiqlal se encuentra la calle Nadir Pastun. En apenas el centenar de metros que tienen de recorrido se suceden los comercios de productos electrónicos. Hoy es una de las calles más concurridas de Kabul y hay un revuelo enorme. En los escaparates han comenzado a aparecer, como por arte de magia, televisores, radiocasetes, videojuegos y antenas parabólicas.

En el interior de la Farooq Ishar Zay Store, su propietario, Mohamed Daud, me recibe efusivamente y me invita a un té. Se le ve eufórico y despliega una actividad y una energía que resultan agotadoras. 'Estábamos ciegos, con los ojos vendados; ahora ya podemos ver', me dice con satisfacción. Para Daud esa vuelta a la luz tiene mucho que ver con la prosperidad de su negocio. Asegura que está vendiendo 150 televisores diarios y pone en marcha el que tiene sobre el mostrador, conectado a una antena parabólica, y sintoniza un canal musical de la India.

'Si agarro a algún talibán lo ahogo con mis propias manos', prosigue Daud. Toda su mercancía ha sido traída de contrabando desde Pakistán. Lo ha estado haciendo durante años y vendiendo los aparatos, fundamentalmente de música, en la clandestinidad. Varios de sus alijos cayeron en manos talibanes y fueron inmediatamente destruidos. Ahora su negocio vuelve a florecer.

Entre las muchas negaciones a cualquier atisbo de vida impuestas por los talibanes estaba la de escuchar música. La música fue prohibida en la radio, en las calles, en las bodas. Ahora Mohib, un joven de 23 años, pasea calle arriba y abajo con un radiocasete bajo el brazo. Luce orgulloso su rostro recién rasurado. Por fin ha podido desafiar la obligación de dejarse crecer la barba impuesta por los talibanes. La música, estridente para mi gusto, sale a borbotones por el altavoz del aparato.

'Estamos muy contentos, ahora somos como cualquier ser humano', me cuenta Mohib mientras le pido que baje el volumen de su radiocasete para que nuestra conversación no sea un diálogo de sordos. De nuevo la gente se agrupa a nuestro alrededor. La expectación es enorme cada vez que aparece un extranjero y se pone a preguntar, tomar nota y recoger la conversación en una grabadora. Son también muchos años en los que apenas ha habido extranjeros en Kabul, y los pocos que había tenían muy limitados los movimientos. Además, siempre estaba la amenaza de ser víctimas de la polícia religiosa si se hablaba con los afganos sin una autorización previa. Hablar con las mujeres estaba estrictamente prohibido.

El bazar central de Kabul es uno de los lugares más bulliciosos de la ciudad. Los tenderetes exhiben distintas variedades de frutas y verduras, de frutos secos y golosinas, en medio de un continuo revolotear de moscas. En los comercios se puede encontrar prácticamente de todo, incluso productos occidentales, como Coca-Cola, Pepsi-Cola o Nescafé. No hay desabastecimiento ni lo ha habido, según cuenta la gente, durante los últimos tiempos. Pero la mayoría de la población apenas puede comprar esos productos. No ya los occidentales, cuyo precio es prohibitivo, sino la propia producción local. Uno de los grandes desafíos a los que tendrán que hacer frente las nuevas autoridades de Kabul es intentar que la situación económica deje de condenar a miles de familias al hambre, a una vida al borde de la supervivencia.

El filántropo Yajeb

A las puertas de un almacén textil, un centenar de mujeres, todas imbuidas en sus burkas, aguardan pacientemente. Vienen por la mañana y se marchan por la noche desde hace cuatro días, a la espera de que aparezca Haji Yajeb, el propietario. Yajeb ejerce de filántropo repartiendo comida entre los pobres. Las mujeres reciben una especie de cartilla de racionamiento que les da derecho a una ración de un kilo de arroz mezclado con algo de carne.

La primera mujer a la que me dirijo se llama Sohaila, tiene 35 años y es viuda. Como en el caso de la mayoría de las viudas, su situación es dramática. Prohibido el trabajo de la mujer, las viudas tienen que hacer auténticos malabarismos para sobrevivir y mantener a sus hijos. En un país donde el principal oficio en los últimos 20 años ha sido el de las armas, el número de viudas es sobrecogedor. 'Los talibanes nos condenaron a morir poco a poco. Espero que el futuro Gobierno pueda alimentarnos', dice Sohaila sin demasiada convicción. O quizá es que resulta difícil calibrar el peso y el tono de las palabras cuando salen a través de la rejilla del burka y no se puede ver la mirada de quien nos habla.

Poco a poco se va formando un corro a nuestro alrededor y el revuelo va en aumento. Las mujeres creen que reparto algún tipo de ayuda. Comienza una dura pugna por acercarse a mí y desde detrás empiezan a empujar. En unos minutos la situación se ha vuelto caótica y el intérprete me saca casi en volandas. La desesperación de esas mujeres puede adivinarse en sus frenéticos movimientos, por más que sea imposible ver sus rostros.

En el recorrido por las calles de la capital afgana la presencia de los hombres de la Alianza es patente. Fuertemente armados, los muyahidines recorren las avenidas o vigilan las principales intersecciones. Pero esa presencia no parece molestar a la población, aunque sea un signo inquietante de cara a la instauración de un futuro régimen democrático.

Fuera turbantes negros

Resulta sorprendente la rapidez con la que ha desaparecido de Kabul cualquier signo visible de los talibanes. El único rastro son los letreros a las puertas de algunos ministerios, en los que se lee 'Emirato Islámico de Afganistán', el nombre dado al país por el régimen talibán. Nadie a quien se pregunte en la calle dice la más mínima palabra positiva hacia ellos. Es seguro que algunos de los habitantes de la capital simpatizaban con ellos. Pero ahora lo ocultan o se ocultan ellos mismos. Ya no hay turbantes negros en las calles de Kabul, su seña de identidad.

Los símbolos del cambio en Kabul son aún escasos en muchos aspectos, como en lo relativo a las mujeres. Pero se trata quizá de un error de percepción a los ojos de un occidental. Lo que para un europeo puede parecer un detalle nimio se convierte en un mundo con relación a lo vivido hasta ahora por la población afgana. Uno sólo acierta a comprender la magnitud de ese cambio cuando logra hacerse a la idea del terror impuesto por los talibanes.

En la plaza Ariana sigue en pie el poste de tráfico del que los talibanes colgaron al ex presidente Mohamed Najibulá al día siguiente de ocupar Kabul, tras sacarlo de su refugio en unas instalaciones de la ONU y torturarlo salvajemente. El ex presidente del régimen prosoviético no era muy popular entre sus conciudadanos y pocos hubieran llorado su muerte. Pero la brutalidad y el ensañamiento con que los talibanes ajusticiaron a Najibulá hizo entender a muchos que el nuevo régimen no iba a mostrar misericordia hacia nadie. Afganistán era entonces un país abandonado a su suerte por la comunidad internacional.

'Espero que esta vez el mundo nos ayude', me dice Nafisa mientras apuramos el último sorbo de té. 'Cuando los comunistas cayeron todo el mundo nos abandonó y a nadie le importó nuestra suerte. Creo que podemos tener un futuro en paz, pero nos tienen que ayudar'. Insalah ('Dios lo quiera') añade, utilizando la expresión habitual en el mundo islámico. Insalah. Es la única respuesta que puedo ofrecerle.

Una madre y su hija pasean por Kabul con los velos de los <i>burkas</i> alzados tras la caída de los talibanes.
Una madre y su hija pasean por Kabul con los velos de los burkas alzados tras la caída de los talibanes.AP

FRAN SEVILLA

Madrileño de 41 años. Licenciado por la facultad de Ciencias de la Información de la Complutense de Madrid, está vinculado a Radio Nacional de España desde 1988. Premio Cirilo Rodríguez el año pasado, desde que se inicio en el periodismo ha viajado por América central, donde cubrió los conflictos en Nicaragua y Guatemala. Durante cinco años fue enviado especial en las guerras de los Balcanes y, desde 1996, es el corresponsal de RNE en Jerusalén, ciudad de la que ha partido para cubrir la guerra de Afganistán.

Kabul sin los talibanes

LA CONFIRMACIÓN de que los talibanes habían huido de Kabul llegó a las doce de la mañana. La radio emitió versículos del Corán, y posteriormente una locutora leyó un comunicado en el que se afirmaba que la capital había sido 'liberada'. A continuación se empezaron a emitir canciones tradicionales afganas de cantantes exiliados. La primera mujer que habló por la radio fue Yamila Muyahid. Yamila tiene 33 años y se afana ahora en los destartalados estudios de Radio Afganistán porque salgan adelante las emisiones. Hace seis años, Yamila era una famosa locutora, pero la llegada de los talibanes la obligó a encerrarse en su casa. 'Aún no me lo puedo creer, estoy verdaderamente feliz', afirma. Una frase repetida casi de manera clónica por la mayoría de los kabulíes cuando se les pregunta cómo se sienten. Yamila es de las pocas mujeres que se niegan a ponerse el burka al salir a la calle. Aunque es un decir. Un coche va a recogerla a su casa y la lleva de vuelta. La emisora apenas cuenta con medios, pero al menos ha recuperado su antiguo nombre. Los talibanes la habían rebautizado como La Voz de la Ley Islámica, y lo único que emitían eran consignas religiosas y discursos del mulá Omar y su cohorte de fanáticos estudiantes. Varias jóvenes trabajan ya en la emisora. Todas están orgullosas de esa labor, pero todas se ponen el burka cuando salen del trabajo hacia sus casas. El nuevo director de Radio Afganistán, Abdulsafih, me recibe en su despacho para explicarme que están haciendo todo lo que pueden por salir al aire. Pero cuando le pido que me dé más detalles de cuáles son sus planes, qué mensajes quieren transmitir a la población, qué tipo de programas van a preparar, Abdulsafih se muestra receloso. No tiene la frescura de Yamila o de otros trabajadores de Radio Afganistán. Es evidente que es un hombre del aparato de la Alianza del Norte, y me suelta un discurso sobre programas políticos y nuevo futuro del Gobierno que me suena a manida proclama. Espero que los hombres como Abdulsafih no acaben aguando la fiesta que vive la población de Kabul.

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