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GUERRA CONTRA EL TERRORISMO
Columna
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El antiterrorismo como coartada

La relación entre terrorismo por una parte y dominación de EE UU con su liberalismo conservador por otra, ha sido objeto de un lacre debate entre Jean Baudrillard, para quien es el 'sistema mundial mismo el que crea las condiciones objetivas de su retorsión brutal... (ya que) la mundialización liberal culmina en una mundialización policial...', y Alain Minc, quien califica a Baudrillard de 'filósofo del modelo terrorista', se aferra a la indisociabilidad de mercado y democracia y declara su 'superioridad absoluta' y con ella la condición de valor supremo de la pareja. En cualquier caso, más allá de la polémica intelectual, lo que estamos viendo es que la lucha contra el terrorismo está sirviendo de legitimación de una serie de decisiones cuyo propósito principal es favorecer a los amigos personales y políticos. Y así con el pretexto de relanzar la economía, Bush ha recompensado mediante desgravaciones fiscales a las empresas que fueron las principales financiadoras de su campaña electoral: 2.300 millones de dólares a la Ford, 1.400 millones a IBM, 832 a la General Motors, 314 a la Chevron y un larguísimo etcétera, hasta 70.000 millones. A los que deben agregarse los 15.000 millones de dólares de subvenciones a las compañías aéreas norteamericanas, casi más de lo que valen en Bolsa, lo que no ha impedido que pongan en la calle a unos 100.000 empleados.

¿Y qué decir del impresionante plan de ayudas a las compañías de seguros y de los contratos multimillonarios a las industrias bélicas, tan ligadas al establishment republicano y tan próximas al clan Bush? El cómputo de sus beneficios por día de guerra es exorbitante. En cuanto al Reino Unido, el Gobierno laboralista aprovechó la conmoción del World Trade Center para tomar medidas tan poco populares como autorizar a los representantes locales para que pudieran aumentarse sus indemnizaciones y nombrar presidente de la BBC a Gavyn Davis, gran financiador de su partido.

Pero con todo, lo más inquietante es la militarización de la sociedad y la regresión del Estado de derecho que acompaña a esta guerra. Desde esa perspectiva hay que valorar la condición inevitablemente liberticida de la ley antiterrorista que acaba de entrar en vigor en Estados Unidos, en virtud de la cual se puede detener y expulsar a extranjeros sin que las autoridades tengan que declarar por qué. Y también el proyecto actualmente en discusión en Francia de un nuevo dispositivo antiterrorista que extrema las medidas de seguridad y refuerza las posibilidades de control y registro de los particulares y de sus domicilios. Pero aunque las leyes de excepción sean lo propio del estado de guerra, ahora estamos yendo mucho más lejos, pues estamos haciendo las guerras sin declararlas, hemos instituido el terrorismo de Estado en respuesta necesaria al terrorismo ordinario y hemos constituido al asesinato político proclamado y ejercido públicamente en instrumento legítimo del orden mundial. Los sistemáticos asesinatos selectivos de Sharon, las órdenes de matar de Bush no suponen sólo la abolición del ideal y de la práctica de la justicia, sino su suplantamiento por el principio de la venganza como el ejercicio privilegiado de reparación y como la sola estructura preventiva eficaz. Lo que es gravísimo. Por ello es desconsolador ver que en España, personas y grupos que pusieron convicción y energía en la denuncia y condenación de los crimenes del GAL, ahora se callen, es decir, acepten los comportamientos tanto o más nefandos de los rambolíderes que quieren seguir gobernando el mundo. Si el propósito del combate contra el terrorismo es la defensa de las libertades y el fortalecimiento de la democracia, no podemos recurrir a acciones y prácticas que supongan su total conculcación. Pero entonces ¿cómo protegerla eficazmente? Esa aporía es la gloriosa servidumbre de los valores democráticos, que representan nuestra mejor arma en el combate antiterrorista.

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