Lejos de la poesía
Como modelo de conducta, la intolerancia está demasiado lejos de la poesía, pero la tolerancia demasiado cerca de la moralina. Menos mal que la poesía habla con el tono más que con el tema. 'Si quieres que yo llore, primero te tiene que doler a ti', dijo el viejo Horacio. Las obras que presento no hubieran existido sin el batir de una conciencia contra la indignidad. Comencemos por el Diario de Djelfa, de Max Aub, publicado en su exilio de México en 1944, y por primera vez en España en 1998 en la editorial Denes (está a punto de aparecer en la Biblioteca Valenciana el volumen I de sus Obras completas, dedicado a la poesía). Entre 1941 y 1942, Aub, que tras perder 'su' guerra cayó de bruces en otra aún más pavorosa, poetiza su reclusión en el campo de concentración de Djelfa, Argelia, donde trabajó en la construcción del ferrocarril transahariano. El libro se pasea con dignidad sobrecogedora por las sentinas de la podredumbre y desgrana el desvalimiento de los más débiles en las tierras del Atlas sahariano. Aub y muchos de sus compañeros se sobrepusieron al infierno leyendo estos versos 'a la luz de una mariposa cuidadosamente resguardada' para ocultarse de la crueldad de sus guardianes. Sólo algunos presos, y este libro, sobrevivieron al horror.
Beltrán muestra hasta qué punto la poesía, como el Dios de Teresa de Ávila, está también entre los pucheros
Un seguro azar: en ese mismo año y en el mismo país, Pedro Salinas publicó Cero en una revista de letras. Se trata de un largo y terrible poema sobre la hecatombe producida por el lanzamiento de una bomba. Unos meses antes del primer bombardeo atómico de la historia (Hiroshima, 6 de agosto de 1945), Salinas ya había emplazado a la humanidad: 'Invitación al llanto. Esto es un llanto'. Temeroso de los monstruos totalitarios que pastaban en el corral del humanismo, Salinas actuó como un augur al predecir la catástrofe, y como un arqueólogo al exhumar de entre los escombros los vestigios de la humanidad derrocada. Vale la pena leer el poema, el libro en que se insertó (Todo más claro, 1949) y sus Poesías completas (Lumen, 2000): ciertos principios morales y estéticos no se amortizan con su frecuentación.
¿Cómo se las entiende la poesía, el género del yo, con los afanes colectivos y los discursos épicos? En el incipiente desarrollismo que chocaba contra el muro franquista, muchos poetas dejaron en la gatera del compromiso jirones importantes de calidad. Pues aunque la solidaridad tiene su sitio en la poesía, no tiene, en cambio, un lenguaje de resultados seguros. Para reflexionar sobre ello conviene volver a la Poesía social que en 1965 recopiló Leopoldo de Luis, recientemente reeditada (Poesía social española contemporánea, Biblioteca Nueva, 2000). En esas páginas -Celaya, Ángela Figuera, Otero, Gloria Fuertes...- no sólo hay buenas intenciones; también, en dosis más menudas, algunos poemas memorables.
Coda. El hombre de la calle, la poesía escogida de Fernando Beltrán (Maillot Amarillo), actualiza tonos y motivos que antaño nutrieron la poesía rehumanizada. El título exhala reminiscencias del machadiano Juan de Mairena: la poesía se ocupa de 'lo que pasa en la calle'. En la Antología consultada de 1952, José Hierro había declarado que el poeta debe cantar lo mismo que cantarían los demás hombres si tuviesen un poeta dentro. Así lo hace Fernando Beltrán, que muestra hasta qué punto la poesía, como el Dios de Teresa de Ávila, está también entre los pucheros. Sólo hace falta un poeta para convocarla.
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