Otro plan argentino
No faltan razones para el escepticismo acerca de las nuevas y esperadas propuestas del Gobierno argentino para eliminar las serias amenazas que pesan sobre aquella economía. La solvencia de Argentina ha vuelto a mínimos en los últimos días, y con ella, la penalización en la captación de recursos financieros que son absolutamente necesarios para salir del cuadro de recesión en el que se encuentra desde hace más de 40 meses.
Bajo el enunciado de plan para la reactivación y la justicia social, anunciado el jueves por la noche por el presidente Fernando de la Rúa, lo que en realidad se pretende es aliviar el peso de la elevada deuda pública, que asciende a 132.000 millones de dólares (146.000 millones de euros). La instrumentación de otras decisiones que aparentemente deben reactivar la economía y favorecer a las rentas bajas formar parte de la retórica consecuente con los resultados electorales del pasado 14 de octubre, que reforzaron el poder político de la oposición peronista.
La clave del nuevo plan, el sexto desde que De la Rúa preside la nación, no se diferencia sustancialmente de los diversos intentos llevados a cabo desde el retorno de Domingo Cavallo al Ministerio de Economía: la reestructuración voluntaria de la deuda pública. 'Voluntaria', para evitar lo que ya se venía anticipando como una suspensión de pagos encubierta. Reducir el tipo de interés medio de la deuda pública, hasta el 7%, con el fin de ahorrar costes del servicio de la deuda que ahora suponen 9.500 millones de dólares anuales, es el principal empeño. La singular contrapartida es la oferta como garantía de la recaudación tributaria. Una garantía que, tras las continuas degradaciones de las agencias crediticias, es vista con recelo, en especial por los acreedores extranjeros, en la medida en que 58.000 millones de dólares de los casi 100.000 millones materializados en bonos, están en manos de no residentes. Para las tres agencias de calificación de riesgo, la distancia a la definitiva suspensión de pagos está hoy más cerca que nunca en Argentina. En un desenlace tal, el mantenimiento del régimen cambiario (la paridad frente al dólar y la correspondiente convertibilidad) podría resultar un empeño imposible, lo que forzaría una devaluación de gran magnitud.
Si así fuera, las consecuencias, además de graves, no se limitarían a ese país: el contagio a los vecinos y, en general, a los mercados considerados emergentes, podría ser importante, tal y como hemos observado en las últimas crisis financieras, desde la sufrida por México en 1994-1995 a las más recientes en Asia y Rusia. El impacto sobre algunas de las principales empresas españolas, podría ser igualmente severo, dada la magnitud de los activos que mantienen en la región y, desde luego, en Argentina.
Argentina puede encontrarse presa de sus propias restricciones. La de un régimen cambiario que jugó durante unos años un papel importante en la transmisión de credenciales antiinflacionistas, pero que desde 1995 se ha revelado como un serio obstáculo al crecimiento, dada la depreciación de las monedas de los países con los que comercia, en primer lugar, y no menos importante, la de unas políticas que no han otorgado la prioridad suficiente al saneamiento de las finanzas públicas. La escasa credibilidad del Gobierno, su limitada capacidad para aglutinar a las provincias y transmitir confianza a los ciudadanos y a los inversores internacionales muestra hoy un déficit más importante si cabe que el de las cuentas públicas. Y ni el Fondo Monetario Internacional, el penúltimo bombero, ni el Banco Mundial o el Interamericano de Desarrollo parecen estar por la labor de plantearse nuevas ayudas a una economía en permanente estado de choque.
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