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Tribuna:'GUERRA' Y DEMOCRACIA EN EE UU
Tribuna
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Paradojas americanas

Entre el 28 de febrero y el 19 de abril de 1993, en Waco, tras cercar a la comunidad adventista de David Koresh, policías del FBI y de la Oficina Federal de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, con el apoyo -según las Milicias- de tropas del Ejército de EE UU (pertenecientes al mismo Special Operations Command que está desempeñando un papel protagonista en Afganistán) asesinaron a tiros desde helicópteros a 74 miembros de la secta davidiana, entre los cuales veintiuno eran menores de 14 años, y provocaron después un aparatoso incendio para ocultar su crimen.

Dos años antes, en 1991, el entonces presidente de EE UU George Bush, padre del actual, lideró, con la cobertura legal de la ONU, una amplia coalición internacional en una espectacular guerra posmoderna, cuidadosa de respetar el criterio de 'cero muertos' (muertos propios, se entiende), contra el satánico régimen iraquí de Sadam Husein por haber invadido territorio nacional ajeno, el emirato de Kuwait, y por hacer caso omiso de las resoluciones en contra de la ONU, algo que Israel lleva haciendo en territorio palestino desde 1967 con el beneplácito y el apoyo económico y militar del Gobierno norteamericano. La guerra del Golfo fue un triunfo: Sadam se retiró de Kuwait y sólo murieron 148 soldados estadounidenses. Pocos en Occidente se interesaron por los muertos iraquíes: entre 10.000 y 40.000, según las fuentes, civiles inocentes en su mayoría. Tampoco se ha ocupado demasido la prensa occidental por cuantificar los miles de muertos iraquíes (cientos de miles según fuentes islámicas) en los bombardeos 'aliados' que se han venido sucediendo como sanción hasta ayer mismo.

El 19 de abril de 1995, Timothy McVeigh, un joven patriota norteamericano ejemplar, condecorado por su comportamiento heroico en la Guerra del Golfo, hizo explotar una bomba en el Edificio Federal A.P. Murrah de Oklahoma City provocando la muerte de 168 personas. Según declaró más tarde, tras haberse sentido avergonzado por haber participado en la cobarde carnicería provocada por el ejército norteamericano entre iraquíes indefensos que exhibían bandera blanca, había descubierto con horror, en el asalto de Waco, que el Gobierno Federal de EE UU había vuelto las armas contra sus propios ciudadanos y atentaba contra las tradicionales libertades básicas del pueblo norteamericano: la libertad religiosa y la libertad de armarse y defenderse. McVeigh, condenado a muerte y ejecutado en junio de este año, se ha convertido en un mártir para los muchos miles, quizá millones, de norteamericanos que consideran que el Gobierno Federal ha traicionado los valores liberales, democráticos, y sobre todo WASP (white, anglo-saxons, protestants) de la Constitución norteamericana y avanza a pasos acelerados hacia el ateísmo, el multiculturalismo y el totalitarismo.

En agosto de 1999, Buford O. Furrow, casado con la viuda de Robert Matthews, líder de la disuelta organización terrorista The Order, abrió fuego con un rifle de fabricación israelí contra un grupo de niños en una escuela judía de Los Angeles y mató después, con una pistola, a un cartero filipino. Según la revista Time (23-8-99), hasta la bomba de Oklahoma en 1995 fueron sólo 100 los casos de asesinato terrorista en EE UU protagonizados por gentes del amplio, complejo y diversificado movimiento que agrupa a 'supervivencialistas', Patriots, sacerdotes Phineas, miembros de las Milicias, de Posse Comitatus, de Identidad Cristiana, de Nación Aria, etc. (un mosaico de organizaciones que abraza todo el espectro ideológico europeo, desde el libertarismo hasta el nazismo pasando por el ultraliberalismo, la democracia radical y el fundamentalismo cristiano). Pese a las medidas antiterroristas tomadas por el Gobierno federal como reacción a la bomba de Oklahoma -entre ellas un mayor control legal de la venta de armas- entre 1995 y la acción de Furrow en 1999 la cifra de atentados terroristas, según el Time citado, se había multiplicado por diez.

Como resultado del pánico sembrado por el atentado del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas y el Pentágono se ha multiplicado la venta de armas de todo calibre entre los aterrorizados ciudadanos de EE UU, al mismo tiempo que la CIA ha hecho públicas sus sospechas de que los bioterroristas responsables de la difusión del ántrax no son extranjeros sino norteamericanos.

Inicialmente nadie 'reivindicó' la cruel masacre terrorista del día 11 y por tanto, hasta que Osama Bin Laden hizo público su aplauso y la reconoció como un acto más del yihad que lidera, cada cual fue libre de especular a su gusto sobre la identidad de los asesinos. Cabían todas las cautelas: cuando estalló la bomba de Oklahoma fueron muchos los que se apresuraron a culpar, e incluso a detener y a linchar, al terrorismo 'árabe', 'palestino', 'musulmán', 'fundamentalista islámico', hasta que se descubrió que el culpable era un terrorista norteamericano, un patriota, un soldado heroico de la triunfal Guerra del Golfo.

La CIA y el FBI fueron aparentemente incapaces de descubrir el menor indicio de la compleja y larga preparación de tamaña monstruosidad, incapacidad que resulta un tanto extraña si se tiene en cuenta que la existencia de una red 'jihadista' en suelo norteamericano era de conocimiento público -véase el documental de PBS Jihad in America, difundido en 1995-, que la colaboración de la CIA con el jeque egipcio Omar Abdel Rahman, supuesto responsable del atentado de 1993 contra las torres gemelas, había contribuido a organizar esa red y que el FBI había logrado inflirtar un agente egipcio, Emad Salem, en la trama terrorista responsable de ese atentado que costó seis muertos y un millar de heridos. Sin embargo esa misma Policía y Servicio de Inteligencia, el FBI y la CIA, se mostraron sorprendentemente rápidos y eficaces para descubrir y anunciar al mundo que 'el principal sospechoso' del atentado del 11 de septiembre era Osama Bin Laden, presentado como el Gran Satán que desde el infierno del Afganistán talibán dirige una legión de íncubos y súcubos contra América, contra la civilización, contra la democracia y la libertad, contra las fuerzas del Bien lideradas, como siempre, por EE UU.

Pese a la falta de pruebas -algo probablemente imposible con un criterio judicial medianamente escrupuloso- ese diagnóstico del culpable, basado en indicios y probabilidades, es sin duda más fiable que quienes lo elaboraron y difundieron: un FBI bajo sospecha tras el oscuro asalto federal a los davidianos de Waco y una CIA a la que, como castigo a pasados desmanes criminales, se prohibió legalmente hace años asesinar por su cuenta y riesgo a los enemigos extranjeros de EE UU como siempre hizo y sigue haciendo el Mossad israelí, una CIA a la que sólo tras esa prohibición redundante (¿acaso no prohíbe la ley norteamericana el asesinato a todos sus ciudadanos?) prescindió de los servicios -por supuesto, sin juzgarles ni castigarles- de aquellos agentes implicados en asesinatos y violaciones varias de los derechos humanos de inocentes víctimas sospechosas.

No hay ser humano digno de ese nombre que no se haya sentido conmovido hasta las entrañas por la muerte, el dolor y la desolación sembrados por el brutal atentado terrorista del 11 de septiembre. Pero ha habido, sin embargo, también dos reacciones simétricas muy humanas, demasiado humanas, que han difuminado, oscurecido y pervertido la instintiva piedad hacia las víctimas al superponer sobre su común humanidad y su irreductible individualidad un carácter simbólico que permite convertirlas en instrumento de la ideología política a cuyo través se contempla la tragedia. La profunda monstruosidad de la actitud de muchos -muchos más de los que los estadounidenses parecen creer- que a lo largo del mundo han dejado que predomine sobre su inevitable conmoción emocional la resentida y vengativa alegría producida por el daño causado al todopoderoso y odiado enemigo yanqui no es muy distinta, en el fondo, a la actitud de quienes se muestran especialmente afectados porque las víctimas son estadounidenses, occidentales (y no, por ejemplo, palestinas, iraquíes o afganas), y parecen lamentar, más que la muerte y el dolor de seres humanos, la herida y la humillación infligidas a la patria, a la democracia, a la civilización occidental o a cualquiera de los múltiples fetiches con que tantos se han llenado la boca estos días.

Sólo dos preguntas tienen sentido para quien no rinda pleitesía sangrienta a ídolo religioso o político alguno: ¿cómo evitar que algo parecido se repita, que haya más víctimas, más muerte, más dolor?, y ¿cómo y por qué se ha producido tamaña tragedia? Caben muchas respuestas a la primera pregunta (¿qué hacer?), pero quien no desee multiplicar las víctimas inocentes no puede en ningún caso aceptar como motivo legítimo la venganza, ni abiertamente invocada ni disfrazada de legítima defensa o de 'justicia infinita'. Caben también muchas respuestas a la segunda pregunta, pero ninguna pasa por la estupidez de atribuirle al Diablo la responsabilidad ni por la quijotesca ridiculez de erigirse en líder de una lucha apocalíptica entre el Bien y el Mal.

Para desolación de toda persona sensata, el Gobierno de EE UU ha decidido vengar el orgullo nacional herido convirtiendo en chivo expiatorio a los talibanes y a la población de Afganistán. Y tanto las formas como las justificaciones o pretextos de esa decisión están llenos de estruendosas y reveladoras paradojas. Para empezar, EE UU ha proclamado una guerra universal contra el terrorismo tras convertir el atentado terrorista del día 11 en un acto de guerra.

Pese a las inmensas ambigüedades del derecho internacional público, hasta ahora estaba medianamente claro que por guerra se entendía la confrontación armada, legalmente declarada, entre los ejércitos de dos Estados. En una sorprendente muestra de modestia, los españoles del siglo XIX sólo se atrevieron a llamar guerrilla, 'pequeña guerra', a la resistencia popular armada, ilegal, al invasor francés y el terrorismo empezó por ser un instrumento de gobierno del Estado revolucionario jacobino antes de convertirse en arma estratégica de movimientos políticos que aspiraban a crear un Estado (Israel, Argelia) o a subvertirlo y tomar el poder. Su carácter ilegal y su producción deliberada de víctimas civiles inocentes para lograr sus objetivos aterrorizando a la población eran hasta ahora dos de los rasgos definitorios del terrorismo contemporáneo.

Al calificar el atentado terrorista del día 11 como un acto de guerra, no sólo se arroja una sombra de confusión sobre todos los atentados terroristas anteriores de autoría conocida o desconocida (¿es quizá el elevado número de muertos lo que, a ojos norteamericanos, convierte el terrorismo en guerra?), sino que también, indirectamente, al difuminar las fronteras cualitativas entre terrorismo y guerra, convirtiéndolas en una simple cuestión de cantidad, de cantidad de muertos, se siembra una incertidumbre aún más inquietante: ¿son quizá los actos de guerra actos de terrorismo 'a lo grande'?, ¿son actos de terrorismo lo que EE UU está realizando en Afganistán?

Si lo que define al terrorismo es la producción de víctimas civiles inocentes para lograr objetivos políticos sembrando el terror entre la población, ¿cómo calificar los 'actos de guerra' de Hiroshima y Nagasaki? Si su rasgo definitorio es la ausencia de declaración legal de guerra entre los contendientes, ¿qué fue 'la guerra' de Vietnam? Cabría pensar que para EE UU la violencia del Estado no puede ser nunca calificada de terrorista, sea cual sea su carácter, pero su explícita calificación de algunos Estados como Estados terroristas nos obliga a concluir que, para el tambaleante derecho internacional del nuevo orden mundial, terrorismo y guerra son simplemente lo que en cada caso decide a su antojo el Gobierno de EE UU, que en cualquier caso, por definición, no puede él mismo ser terrorista, practicar el terrorismo o realizar actos terroristas. Tampoco, por supuesto, Israel.

La cosa se complica aún más cuando EE UU declara no -como cabía esperar- que sus enemigos son terroristas porque realizan actos de terrorismo (que pueden llegar a convertirse en actos de guerra), sino algo más esotérico y difícil de interpretar: que 'el terrorismo' es su enemigo, el terrorismo sustantivado y sin adjetivos. Las preguntas se acumulan: ¿sólo el terrorismo islámico o también el terrorismo judío o cristiano?, ¿sólo el terrorismo árabe, afgano o palestino, o también el irlandés, el vasco, el kurdo, el croata, el serbio, el bosnio, el albanés, el norteamericano, el sionista? La coalición internacional que EE UU ha logrado tejer con hilvanes para desmantelar todas las redes terroristas, ¿va a ilegalizar en EE UU a la Asociación Nacional del Rifle, va a desmantelar la tupida red de iglesias, sectas, denominaciones y asociaciones patrióticas que han generado y sostenido a Timothy McVeigh, Robert Matthews, Buford O. Furrow y demás terroristas norteamericanos?, ¿va a desarticular el complejo tejido terrorista urdido, con la bendición de numerosos rabinos, por los sionistas mesiánicos de Gush Emunim en los asentamientos judíos de los territorios palestinos ocupados?, ¿va a desmantelar en Israel la trama político-religiosa que llevó al poder a Netanyahu y a Sharon, y de la que salió Baruch Goldstein, autor de una matanza de árabes en la mezquita de Hebrón, y Yigal Amir, el asesino de Rabin?

Y si la guerra contra el terrorismo incluye la guerra contra los Estados terroristas, contra los Estados que apoyan a terroristas y contra los actos terroristas de los Estados -que pueden, al parecer, convertirse en actos de guerra cuando causan muchas víctimas mortales entre civiles inocentes-, ¿cómo piensa EE UU luchar contra la posibilidad de que sus acciones de guerra contra el terrorismo se conviertan en acciones terroristas contra el terrorismo? ¿O habría quizá que llamarlas acciones de guerra contra la guerra?

Todo parece indicar que el único terrorismo que EE UU reconoce como enemigo es el terrorismo de sus enemigos: la red de yihadistas de Bin Laden y el Estado terrorista de los talibanes en Afganistán (también ayer, y quizá mañana, la OLP, Sudán, el Irak de Sadam Husein y el Irán del difunto Jomeini). He ahí el único rostro del Mal contra el que EE UU propone una batalla escatológica. Un Mal que, curiosamente, es en casi todos los casos hijo díscolo del Bien: Bin Laden fue criado a los pechos de la CIA y los talibanes fueron aliados de EE UU en la anterior Cruzada contra el Diablo de la temporada pasada, el comunismo. En cuanto a Irán e Irak, el juego viene de lejos: al promover y organizar el golpe militar contra el nacionalista socializante Mossadeq que dio paso al régimen corrupto del sha, EE UU sentó las bases de la revolución jomeinita; frente al Irán fundamentalista que él mismo provocó, EE UU apoyó, armó y fortaleció a Irak, azuzándole a la guerra contra Jomeini; tan lejos llegó el idilio con Sadam, que éste creyó tener vía libre para invadir Kuwait y acabó estrellándose contra la voluble política exterior estadounidense, que había decidido convertirle en el nuevo Satán y condenarle al purgatorio de un eterno bombardeo. Hasta que llegó Bin Laden a ocupar el lugar dejado vacante por los diablos previos, incluido el antes terrorista y ahora dócil y civilizado Arafat. Al estimular y apoyar el fundamentalismo islámico contra sus anteriores enemigos (la Unión Soviética y los nacionalismos socializantes de los países árabes e islámicos), el Gobierno de EE UU ha contribuido poderosamente a la génesis y fortalecimiento del terrorismo yihadista y quizá debiera, por tanto, incluirse entre sus propios enemigos.

Lo más grave, con todo, no es la extraña habilidad de EE UU para convertir a sus criaturas, a sus aliados y amigos, en enemigos satánicos, su masoquista afición a fortalecerles hasta que se vuelven en su contra. Lo más patético es el paradójico modo que ha elegido para defender lo que no se cansa de proclamar como su sacrosanta esencia nacional: la libertad y la democracia. La primera medida que el Congreso y el Senado de EE UU, de forma casi unánime (con la única y honorable excepción de Barbara Lee) se apresuró a tomar para defender la democracia norteamericana de un enemigo fantasmal fue renunciar por un plazo indefinido al control parlamentario sobre el Gobierno, las Fuerzas Armadas y la CIA, y entregar al presidente un cheque en blanco para que eligiera y satanizara a su enemigo preferido, para que organizara a su antojo, con un presupuesto incrementado, una guerra interminable con el muy realista objetivo de erradicar el Mal del mundo y para que pudiera emular en heroísmo victorioso a su padre, cuyo primer consejo fue que readmitiera en la CIA a los criminales expulsados y les permitiera asesinar, según su criterio, a cuanto extranjero sospechoso se cruzara en su camino. Las restricciones y censuras de la información, las presiones sobre los media y una legislación antiterrorista gravemente atentatoria de los Derechos del Hombre y del Ciudadano han sido hasta ahora los siguientes pasos adoptados para defender la democracia.

Pese al creciente poder oligárquico desde la Segunda Guerra Mundial del 'complejo militar-industrial', ya denunciado hace tiempo por alguien tan poco rojo como Eisenhower, nunca el Pentágono y la CIA habían tenido tanto y tan incontrolado poder como el que graciosa y democráticamente les ha entregado el Congreso con entusiasmo patriótico. Nunca los ciudadanos norteamericanos renunciaron tan alegremente aterrorizados a sus libertades y derechos frente a un Estado cada vez más policial, militarizado y carcelario (EE UU es el país del mundo con mayor índice per cápita de población reclusa).

Si a eso le añadimos que la inmensa mayoría del pueblo norteamericano se ha venido manifestando, desde el 11 de septiembre hasta hoy, partidario de la venganza nacional contra quien sea, aunque ello implique la producción de miles de víctimas inocentes -equiparándose así a la bajeza moral de quienes aplaudieron el atentado contra la Torres Gemelas-, no podremos por menos de concluir que estamos asistiendo, como secuela de la espantosa tragedia de Manhattan, al suicidio patriótico de la democracia en EE UU.

Juan Aranzadi es escritor y profesor de Antropología de la UNED, autor de El escudo de Arquíloco.

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